Estación terminal

Paisaje serrano - obra de Alberto Dura
Hace seis décadas circunnavegué la plaza del barrio recién estrenado. Océano de luz rodeado de casas de turrón y mazapán color pastel recién horneadas. Una temporada de estío en que la tierra se calentaba con crueldad mientras las invisibles pero horripilantes chicharras aturdían con su canto apagando cualquier otro sonido. Subí la escalera de los quinientos y un escalones de ladrillos muy pero muy colorados, aunque tal vez no fueran tantos. Nunca, de tan colorados e iguales, he podido estar seguro de su cuenta irrevocable y final. Entonces llegué hasta la pendiente más empinada, aquella de la torre de agua, la que parte desde la casa de la abuela Azunta, cocinera irreemplazable del pan matinal y subía hasta tocar el cielo allá por donde ni los mejores autos con sus potentes motores podían alcanzar a llegar. Doblé tomado de la mano de Élida por la curva del despeñadero, frente al Club Social donde en la celeste piscina vacía se agrupaban los nidos de pasto seco que las víboras llamaban hogar. Caminé en línea recta por la calle de los pinos, donde con la volanta de Don Ernesto solíamos salir a pasear escuchando el acompasado ritmo del trotar del petiso que como música de siestas nos parecía querer arrullar. Seguimos hasta donde la sierra corta por la mitad el camino y el vacío se torna nubes y pájaros que vuelan a grandes altitudes pero siempre al ras.
A ambos lados del sendero asomaban los reflejos de pequeña piezas sueltas de mármol blanco y de color rosa, todas con incrustaciones de piedra mica que destellaban alumbrados por la blanca luz cenital.
Al fondo la lejana sierra central se extendía como paisaje inhóspito y por ello más desafiante y hermoso.
Al frente un anciano con una carretilla con más años que los que él sumaba, juntaba pedazos de la fría piedra que brotaba a ambos lados del sendero. Uno blanco, uno rosa y algo, mucho menos, de granito del color del tiempo.

-Hoolaa…¿Qué hace una parejita tan linda por estos lados?¿son hermanos?- preguntó sonriente-

-Primos-dije yo parándome en seco y dispuesto también a interrogar-

-Mira vos. Que bien. Son de acá, ¿no? Si, no deben venir de muy lejos con tanto calor…

-De abajo. De la placita. Disculpe que le pregunte señor, pero ¿Para qué junta las piedras?

Y Don Osvaldo, porque así me dijo que se llamaba, nos contó que se había mudado hacía poco con su señora, Elisa. Extendió su brazo y nos señaló la figura que le hacía juego, de pelos color plata alborotados por el viento que se arrodillaba con su delantal frente a un cantero de malvones recién terminados de plantar. Nos dijo que hacía muchos, pero muchos años que soñaban con mudarse allí. Que el lugar los enamoraba. Que habían planeado que cuando los hijos se fueran, la edad fuera la correcta y la jubilación llegara, todos sus bienes se venderían con la única misión de comprar esa casita frente al acantilado que mira a la sierra central y es azotado por los vientos, las lluvias y el sol todas y cada una de las cifras del calendario.
Que desde hacía varios días juntaba las piedras para hacer un camino desde la casa hasta el borde del precipicio donde pensaba colocar un viejo banco de madera de caldén, para sentarse y simplemente observar la lejanía. Su señora tejería algunas prendas calentitas para el invierno por llegar, tal vez un pulóver o un par de zoquetes y él leería todo aquello que durante años había querido pero nunca había tenido el tiempo ni el lugar para disfrutar. Cada tanto levantarían la mirada, se sumergirían en el paisaje lejano para luego unirse en la mirada del otro con una sonrisa compartida y cómplice, llena de felicidad.

-¿Quiere que lo ayudemos?

-Dale, agarrá esa piedrita..

Y así nos mostró el sendero, la plataforma, el banco y el paisaje, con la misma música de fondo de pájaros trinando al viento que él quería que sonara en sus oídos por el resto de su vida.
Ella nos sonrió en la distancia. Levantó su mano en un gesto alegre y amplio, para después desde lo lejos lanzarnos un beso suave y leve que, seguramente, debe haber llegado hasta nosotros cabalgado el recio viento del borde de la tierra. Yo logre sentirlo rozarme la mejilla como un pétalo agitado por las ráfagas de un vendaval.

Al año siguiente regresé al mismo lugar. Rodeé la plaza circular sin océanos que la agitaran, subí la escalera de quinientos y un escalones muy rojos, pero muchos menos, subí la empinada colina ya un poco aplanada, pasé el club con pocas lenguas bífidas remanentes en la piscina, seguí la calle de los pinos raleada en sus follajes, pero al llegar al fin del camino el banco ya no estaba allí, o tal vez había quedado oculto bajo la maleza. El camino desaparecía en medio de la hierba crecida en orden salvaje, mientras la casa vigilaba la existencia solitaria de tan solo un malvón en una esquina.

Pasaron más de seis décadas y hoy regreso. Una vez más recorro la que ahora es una plaza de seco fondo oceánico, cubierta de pastizales y portales desdentados en exclamaciones sorprendidas de mi presencia. Caras de ladrillo que se ocultan entre la vegetación que les ha hecho desaparecer el turrón y el mazapán color pastel de los que estaban construidas. La escalera, añora ahora muchos de sus escalones perdidos y ya no es tan pero tan colorada, es tal vez un poco más gris, color del efecto del tiempo que pasa. Sobre ella la abuela Azunta ya no está y el horno de barro que cocía el pan, ahora se derrite con las lluvias que lo devuelven a su origen natural. El club desapareció comido por la selva y las víboras luego de haber hecho de todo el predio su casa, han decidido mudarse a otro lugar mejor.
La volanta sin petiso sucumbe herrumbres en un cobertizo destartalado y los pinos cada día más grandes secan sus ramas caídas y quemadas, víctimas de múltiples fuegos traídos del cielo en noches y tormentas pasadas.
La calle que parte de la colina y termina en el precipicio de los dos ancianos se ha borrado por ausencia de algún tránsito y no es sino entre las hierbas que se reconocen las manchas del asfalto original como damero oculto de verdes y grises alternados.
La casa recién descubierta, recuperada cual pirámide centroamericana de las manos de la vegetación desmadrada y natural, luego de años de abandono aparece intacta, los malvones muertos y ningún camino ni banco de caldén para recorrer la vida en una mirada, tejer o simplemente leer para pensar.
Escudriño el borde del camino y veo piedras nuevas y extrañas que me llaman. Con la mirada las elijo una a una. Me encuentro en los ojos de María mientras nos unimos en una sola mirada. Ella apoya en el rellano de la puerta un macetón atiborrado de malvones mientras arremango mi camisa y coloco la llave en la cerradura del que será mi último y querido hogar. 

OPin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9

3 comentarios:

  1. que buen relato, che.

    emotivo.

    Que làstima que Don Osvaldo durara solo un año!

    Hay lugares que son principio y fin de una vida.

    Un abrazo.

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  2. Gracias Gaucho, me alegra que lo haya disfrutado. En la realidad creo que fueron unos cinco años y no sé si no se fueron a casa después de pasar tanto frío en invierno y sin gas.
    Mucho del relato es parte de la realidad de Parque Lujan / Rio Cevallos.
    Por las dudas le digo que aún no compré nada...

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  3. Que buen relato, creo que es el sueño de muchas personas, terminar en un lugar así. Pero si no hay wi fi, mi mujer no se va ni por puta...

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Muchas gracias por tomarse este tiempo para opinar.


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