Brujas

Caribe - obra de Sonia Solanillas Morales
Madrecita, que el caldo ya está!!!.


La amplia y blanca playa se encontraba interrumpida a intervalos regulares por palmeras gemelas que curvaban su tronco sobre la arena. La pequeña choza asentaba su estructura sobre los mismos troncos de aquellas que formaban un esqueleto con sus curvas. Entre cada costilla áspera se entretejían hojas que la misma planta proveía y hacían las veces de paredes protectoras contra el ardiente sol.


-Ahorita voy.


-Es que si usted no se apura se pasa.


-Niña mía. Que así no marchan las cosas. Ten paciencia.


Es que el sancocho no espera. O está a punto o se pasa. La niña miraba persistentemente el contenido del caldero, como desconfiando. Debía vigilar que las patas de cerdo y el pescado no se deshicieran, que el plátano y las legumbres mantuvieran su consistencia también. Ese caldo espeso era su especialidad. La anciana le había dado la clave de su preparación. Seis horas de vigilancia y cuidado para que las cosas supieran a delicia. Su reducido recetario se completaba con exquisiteces tales como las arepas de huevo, el sancocho de sábalo, las cocadas de ajonjolí y las bolas de tamarindo, todo cocinado en el viejo caldero, mientras la niña mantenía las brasas ardiendo sobre la blanca arena. Luego, al levantar las cenizas, con suerte, encontraría el premio a su dedicado trabajo. Tal vez el Signo estaría impreso allí.


-Madrecita.


-No niña, que falta.


-Le aseguro que no. Ya se desarman los peces.


La anciana asomó su negra cabeza sobre la abertura de la choza y con una sonrisa frunció el ceño en un “No creo pequeña”.


-Es que, es tiempo, Madrecita.


Oculta nuevamente por las hojas, la negra mujer continuó reparando la vieja red de cáñamo que le había servido como fuente de recursos los últimos treinta años, cuando decidió que su mundo debía ser ese, en la costa, lejos del mal.

Había crecido muy cerca de allí. Su familia hacía lo que ella ahora.

Hasta aquel día en que descubrió el Signo y debió partir como toda elegida de su familia. Partir para iniciarse en las artes de la magia blanca. Su viaje fue plácido, su destino incierto. La vida que decidió vivir en Cartagena no fue la tan esperada escalera hacia el dominio de las cosas. Llegó un mediodía con su pequeño petate, golpeando de puerta en puerta hasta lograr que algún alma caritativa le diera cobijo, empresa nada difícil cuando se es joven y dispuesta a las labores. El boticario del pueblo, Don Segundino Arnoldo Gómez Huidobro, persona ilustrada y de sanas costumbres, la aceptó de inmediato como ayudanta de cocina. Con el tiempo pasó a convertirse en hermana, madre y tía de las pequeñas hijas del propietario. Hombre joven, que con sus 29 años y viudez recién estrenada, había decidido continuar su vida de luto, con su única persona como compañía. Empresa, por cierto, harto difícil cuando se es adinerado y toda madre del pueblo intenta colocar a sus hijas bajo un techo que asegure la vejez de ambas.

Transcurrido el tiempo se descubrió con 9 años al servicio del caballero. Sus tareas habían llegado a desarrollarse hasta como ayudanta del boticario. A su entorno se agrupaban estanterías repletas de frascos de loza blanca con inscripciones en azul tan complicadas que parecían resumir la magia que contenían en cada palabra. En los escasos momentos en que Don Segundino Arnoldo se hacía una escapada hasta la despensa, ella mezclaba los componentes de recetas magistrales aliviadoras de todos los males. Mientras el confiado boticario hablaba de las pequeñeces cotidianas acompañando cada sílaba con un dedal de aguardiente que él mismo fabricaba en los fondos en su viejo alambique centenario, ella, descendiente de los africanos llegados en bodegas inmundas, plenas de escorbuto, se convertía en la mano derecha de aquél que ostentaba uno de los mayores poderes en cualquier pueblo de campaña.

Lippia Turbinata para la taquicardia, Anemone Pulsatilla para combatir la bronquitis, Catharto carpus fistula para el estreñimiento, Artemisia Absinthium como abortivo, Artemisa Abrotarum contra las lombrices,

Elinorus Latiflorus para la gota y otros cientos de frascos más, ordenados por orden alfabético, sin espacios entre sí, abarrotando las estanterías.

A poco, boticario y empleada contaban con similares conocimientos, poderes y prestigio. Un buen día la entonces joven mujer comenzó a experimentar mezclas de propia factura. Para doña Sonia Elena Peña Melia, un brebaje a base de Hiptismutabilis para recuperar su amor hacia su esposo, para María Eugenia Hernández Losada una infusión de Metilotus officinalis para allanar su camino hacia la noviciatura libre de pecados, para Don Octavio Eleuterio Sánchez Orondo un brebaje de Cathartocarpus fistula para despertar a su amigo dormido, y cientos de nuevas combinaciones, que con el tiempo fueron aclamadas por el pueblo. Tal era la certidumbre con que elaboraba sus mezclas, que rápidamente comenzó a allegarse gente de otros distritos. Hasta de otros Departamentos. Don Segundino Arnoldo miraba los hechos con desconfianza, pero satisfecho con el incremento en las ganancias. No lograba comprender como tales composiciones llegaban a surtir algún efecto. Pero, fuera sugestión o no, las esposas recuperaban su amor, las vírgenes llegarían al noviciado y los cansados recuperaban el vigor perdido.

Llegó el día en que Don Segundino Arnoldo Gómez Huidobro decidió utilizar las dotes de su empleada y conseguir una compañera para terminar sus días sobre un colchón caliente. No era una pócima para enamorar, ya que ofertas no le faltaban al maduro caballero. Por el contrario, la misma debía suministrarle claridad de criterio en la elección.

Cuando ella terminó de escuchar el encargo, como un rayo atravesó su mente la fórmula mágica que cumpliría el deseo de su patrón.


10 grs.de Ziziphus Mistol Griseb

50 grs.deModiola Sulfures

100 ml. De Achila Lillefolium

100 c.c. de Alcohol de 70º

20 grs. De Aristolochia Triangularis Cham


Aún cuando era consciente de lo imposible de la tarea, la anciana había mezclado en aquel entonces tres vellos púbicos y un pequeño pañuelo bordado conteniendo un poco de exudación de bajo uno de sus pechos. Ingredientes personificadores que harían que Don Segundino Arnoldo dispensara su atención hacia ella. Al menos en un primer momento, ya que los mismos perderían sus propiedades veinticuatro horas luego del primer hervor.

El brebaje debía tomarse el día sábado en ayunas, durante la misa de las siete, mirando hacia la pila bautismal, con una rodilla en el suelo y la mano izquierda sobre el corazón. Así lo hizo Don Segundino Arnoldo ese mismo Sábado. Tal era su urgencia.

La hermosa joven, que era la anciana por entonces, no perdió tiempo y pasado el mediodía, una vez restablecido el orden en el gran comedor y la cocina, puso a calentar abundante agua en una marmita de hierro sobre la moderna cocina a leña del patrón. Mientras la misma se calentaba, había recogido decenas de flores del jazmín, que crecía centenario en el patio interno de la residencia. Esparció las mismas dentro de la bañera de zinc en medio de la cocina y volcó el contenido de la marmita sobre ellos. Sumergida en dicha infusión, había restregado su negra piel con toda la fuerza necesaria como para que cada poro quedara inundado de la fresca fragancia.

Secó su cuerpo sin prisa y se cubrió con un camisón de lino bordado a mano, reservado para una ocasión como aquella.

Había cruzado a hurtadillas el patio interior entrando a la habitación de Don Segundino Arnoldo. Encendido el ventilador de techo, levantó el mosquitero y se introdujo entre las blancas sábanas. Todo olía a jazmines.

La espera fue larga. La intensa luz que entrara por el ventanal fue alargando sus formas hasta pasar por encima de ella, para luego retraerse y perderse en una negra oscuridad. No parecía posible que Don Segundino Arnoldo pasara por alto su acostumbrada siesta. El abrazador calor de Enero golpeaba las calles con sus cuarentaitantos acostumbrados. No era lugar para estar.

Comenzó a preocuparse y esto la llevó a tomar la calle hacia la despensa. Seguramente mañana tendría otra guayaba que curar.

No había nadie en la calle. Barranca abajo parecían escucharse risas y alboroto. Allí rumbo a la plaza central. Pero en el camino a la despensa y en la misma, no había encontrado a nadie. Volvió sus pasos hasta bajar desde el Baluarte de Santa Catalina por la Calle del Curato, siguiendo por la Calle Primera Y Segunda de Bodilla, luego por la Calle de las Carretas y a la derecha mas tarde por La Calle Ramón, directo a la Plaza de la Inquisición y su Galería, donde carniceros, pescadores y verduleros ofrecían habitualmente su mercancía al público en medio de una nube de empeñosas moscas.

Mientras bajaba desde el Baluarte podía divisar El Castillo de San Felipe, el Caribe y sus orillas y las torres de defensa del viejo pueblo español.

Sobre la plaza central un mar de gente bailaba y reía en derredor de la fuente de aguas, en el centro mismo de la plaza, allí donde antaño las brujas eran incineradas por la Inquisición.

Cuando hubo llegado al borde mismo de aquel dicharachero grupo, no encontró forma alguna de penetrar hasta un punto que permitiera una mejor visual de lo que allí pasaba. Al ver a Don Jesús Eleuterio Camacho, el sepulturero del lugar, apoyado sobre el carro de madera de Petos, olla ardiendo sobre una pequeña caja de madera llena de brasas, decidió inquirirlo sobre tan particular situación. Don Jesús Eleuterio dejó de lado su brebaje a base de maíz, leche, azúcar y canela, al ver que ella se aproximaba.


-Buenas tardes, Don Jesús Eleuterio. Si me concede...


-A la orden, negrita guapa. Dime tu.


-¿Sabe usted qué es lo que aquí ocurre? Me hallo buscando a mi patrón y no lo encuentro.


 -¡Pues, qué de tu patrón se trata! Dicen que ha entrado por la fuerza a casa de María Eugenia Hernández Losada y la ha violado. Se ha puesto a cachondear el pobre. Y para colmo de males con una aspirante a novicia. El muy malvado !.


-Ay! Santa María ¡!


-Pues, que ya a Santa no llega ¡!


-Que no es para reírse Don Jesús Eleuterio. ¿Qué le están haciendo al señorito?


-Como haciendo, pues, nada. Cuando Don Jacinto Marcos escuchó los gritos de su hija, salió machete en mano a correr a tu patroncito. Buen corredor el hombre, pues llegó a encaramarse en la fuente como Dios lo trajo al mundo y no ha parado de gritar obscenidades, mientras sacude su badajo de diestra a siniestra sin campana que lo contenga, cuando no muestra su sol naciente a las comadres de la logia de la Concepción.


-Mi patroncito no puede ser...


-Pues sí es. Acércate. Jorge!!!...Jorge Mario!!!, Ábrele paso a esta negrita, que quiere observar mejor las dotes de su patrón.


Cual macaco bebido, Don Segundino Arnoldo se mecía desnudo en la cúspide de la fuente, dejando perderse en el agua, honor, respeto y posición. Su mirada extraviada y sus músculos tensos como para cortarse en cualquier instante cual cuerda mal tensada.

Tal como el Bolívar desnudo de Pereira en Risaralda, parecía emanar un poder especial, un brío que nunca se había visto.

Don Jacinto Marcos lo esperaba machete en mano bajo la fuente, reclamándole a los gritos se entregara, cada vez que Don Segundino Arnoldo le enviaba acertados escupitajos en medio de morisquetas y alusiones a la virginidad perdida de su hija.

La joven bruja debió partir esa misma noche. De quedarse sólo encontraría la inquisición en las miradas de la gente y el fuego en la mirada de su patrón que la incineraría lentamente con brasas de culpa. Sus pocas pertenencias habían hecho el camino fácil y rápido. Su idea fue alejarse mucho. Ir hacia un punto apartado en la costa. Cerca de Barranquilla.

La pequeña hija de Don Segundino Arnoldo la siguió, tal vez intuyendo la desgracia en que había caído su padre.

De inmediato había adoptado a aquella pequeña niña. La que había educado ella sola con la playa y el mar como aula y pizarrón. Misma que mas tarde le diera un nuevo retoño que hoy la llamaba Madrecita.

Las había protegido y mimado a ambas descubriendo en sus caritas la fragilidad del nácar y la astucia de los gallinazos.


-¡Madrecita, que ya perdió la cabeza el pez!


-A ver pequeña.


El sancocho estaba listo. La red reparada. Junto con la pequeña levantaron la pesada marmita de hierro para dejar descansar el caldo hasta que se espesara.

Las brasas aún calientes debían ser despejadas para ver si hoy era el día tan esperado. Si aparecía el Signo. Bajo aquellos calientes restos de madera se escondía una lámina negra, brillante y quebradiza. Un pedazo de magia heredada de culturas anteriores. En ella debía verse el Signo. Secreto. Solo la anciana podría descifrarlo.

Con la aguja de zurcir redes y el ceño fruncido y atento, la anciana escudriñó la masa aún líquida.


-Hoy no, niña.


Tal vez mañana... O la próxima semana... O nunca...


La niña mostró su decepción una vez más. Miró el caldero deseando terminar el sancocho rápidamente e iniciar un nuevo intento. Miró el mar. Miró a esa madrecita negra que parecía comprenderla. Se alejó hacia la orilla y desquitó su frustración como cada día, pateando las olas.

En todo caso había cosas que debía aprender antes de partir. Como ser: evitar mezclar los elementos de la desesperación y la pena, disparar la lujuria sin límites ,o que los bien queridos, como Don Segundino Arnoldo Gómez Huidobro, malograran sus vidas, sólo por un pequeño error en un brebaje, al recoger de un seno derecho lo que un izquierdo debía proveer.


OPin
(Dedicado con todo cariño a la querida Colombia.)
Bs. As. 2000
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9

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