El Esperador

 Globos negros - obra de Alejandro Boim
Cual un mendigo. Así me sentía aquella noche. Odiaba la reiterada sensación. La ropa raída y sucia se pegaba sobre mi espalda y piernas. Me había recostado sobre el manchado paredón del "Gutierrez" con la palma de mi mano extendida hacia el cielo, como quien ve llegar un aguacero, esperando algún mensajero rosa. Si, no me equivoco, rosa debía ser. De ningún otro color.

Mi mirada se perdía calle arriba por un rato, mientras presentía lo que ocurría calle abajo. Las imágenes borroneadas en colores básicos, se movían en un ejercicio cotidiano. Hombres, mujeres y autos, solo eran fantasmas teñidos de sensaciones surcando la calle.

Un regalo de algún bien alimentado pájaro aterrizó sobre mi mano. Como siempre, deslicé aquella sobre mi rebelde pelo, fijándolo y limpiando la palma pringosa de tanta intemperie. Hábito juguetón adquirido al terminar la universidad, luego del bautismo.

La mujer de ojotas azules y batón floreado largo, había salido una vez más, bolsita de polietileno en mano y perro pardo de tres patas unido por un cordel en la otra. Me entretuve observando los saltos acompasados que daba el pobre animal para compensar su fantasmal extremidad, mientras pensaba que al menos una persona en la gran ciudad recogía las eses de su mascota como las normas y las buenas costumbres lo indicaban. Normas y buenas costumbres. Ya ni me acordaba.

-Nas nochesss...


-Uenasss...

La miré alejarse tironeando de su pobre objeto pardo y me prometí que un día de estos, bajaría mi mano por un segundo para preguntarle algo que nos uniera en esa callejera intimidad, aún cuando mi pensamiento nunca se reflejara en las palabras que volaban desde mi boca.

Observé mi palma abierta al cielo como una súplica, mi brazo extendido en una posición cansada. No sabía que me había llevado a tomar aquella postura. Parecía apropiada para quién solo espera un mensaje que aclare su alma. Como quien suplica a su propio todopoderoso una limosna de vida, una luz en medio de la oscuridad cotidiana.

Todo había comenzado con una mujer como aquella agarrando mi mano, alguna vez, en un puerto olvidado del sur, la había tomado y leído en ella algo que me llegó como un susurro y hablaba de que rosa llegaría la esperanza y alegría a mi. Algún mensajero la vería y por ello ahora extendida estaba. A la espera.

La calle seguía perdida en penumbras de tristezas. Sombras fugaces de rojo . Leves brisas amarillas .Frutos del paraíso en tonos cambiantes de verde. Seguí esperando en vano mi rosado mensajero. Miré calle arriba. Presentí calle abajo. Mi mano declinando en la espera, vencida por la debilidad de mi brazo.

Una blanca y delgada figura se aproximó hacia mí gritando alegremente.

-Setenticinco...Pibe....Se-ten-ti-cin-co... pirulitos , Ja!..Ja!!..Jaaa!.....

Cada sílaba un respiro, cada espacio un paso. El elegante exponente de la edad perdida, pasaba como todos los días frente a mí, enfundado en ropas de marca y zapatillas aerodinámicas. Unos auriculares amarillos calados en las orejas saltaban, mientras el Walkman se agitaba adherido a su antebrazo, vibrando al ritmo de algún rock o tango olvidado.

-Setenticinco....


Se alejaba

-Setenticinco....Pibe...

Me miraba alegremente, reiterando su muletilla de todos los días, regalándome parte de su orgullosa vitalidad. Una y otra vez, setenticinco. Tropezó por un segundo y continuó mirando hacia adelante.

No parecía correr en pos de algo, sino todo lo contrario, corría para que ese algo no lo alcanzara, con el éxito marcado en su sonrisa. Mientras yo estaba aquí estático, inmóvil, viéndolo pasar trotando.

Lo seguí con la mirada mientras se alejaba, como siempre, rodeado por una nube de felicidad.

Una sombra borroneada de verde se detuvo frente a mí.

-Che viejo!. Vos!. Eh! Si necesitas laburo, yo alguna changa te puedo conseguir. Entendés? Vamos mita y mita. No sos delicado, vos, no?...Che!... Te estoy hablando...

El hombre verdoso se me quedó mirando, a la espera. Sin saber que era yo quien estaba esperando.

-Si. No te digo. Finoli el vago. Todavía que te quiero ayudar me tratás de pelotudo? Andá a cagar. Consigo mejores que vos. Si estás hecho mierda...La concha de tu....

Presentí su mirada de desprecio mientras se alejaba, verde cual fruta podrida en pleno verano, deshecha entre baldosas flojas que salpicaban con la mugre cotidiana su andar.

Comencé a medir el tiempo con el brillar de aquél sol inmenso que hacía hervir mis zonas calvas con gotas burbujeantes de calor. Y el mensajero que no llegaba...

Una nube roja corporeizó a un muchacho frente a mí.

-Tomá viejo. No te lo vayas a gastar en vino...

La fría moneda estremeció la palma de mi mano como siempre. Cuando los demás equivocaban el motivo de mi espera. Volqué la mano en un reflejo instantáneo, acompañado del choque del metal entre las desdibujadas baldosas. El joven la miró caer sin comprender el motivo de semejante desprecio. Mientras se inclinaba a recogerla, su mirada roja se fijaba en mí con visceral indignación.

-Serás pelotudo...

Y seguramente lo era. Supongo que debido a que en mi pasado no supe leer entre líneas lo que aquella mujer de mar me había legado. Pensé en un suspiro que aquel mensajero rosado podría ser el olvido tan temido, mi propio olvido. Tal vez la única opción de felicidad.

Mientras más buscaba y esperaba, mi débil brazo sucumbía proporcionalmente, perdiendo de tanto en tanto algunas briznas de la poca esperanza que restaba.

En algún momento, de aquella luz intensa fui pasando por grises profundos, hasta encontrarme con los brazos caídos en medio de la más cerrada noche.

Aquél rosa esperado nuevamente faltó a la cita y vencido una vez más, sospeché que jamás conocería el mensaje que él para mi portaba.

-Ay!! perdone...

La mujer de las ojotas y batón largo parecía desconsolada. Una leve sensación húmeda recorría mi pierna, mientas el pequeño saltarín de tres patas, me ladraba juguetonamente, disfrutando su fechoría en cada brinco mutilado.

-No es nada. Lindo el pichicho...Qué le pasó en la patita??


-Qué patita?


-La que le falta.


Nos quedamos en silencio mirándonos el uno al otro sin saber que decir en medio de los alegres ladridos.


-Se siente bien? Por qué no se va para su casa??. Tiene no? Se lo ve cansado.


-Es que estoy esperando a alguien...


-No será a Don Atilio, no? El viejito que hacía jogging...Le digo por que veo que él siempre le habla. Vio?. No es que me interese. Casi nadie más le habla. Odio a la gente metida. Sabe? Acá parece que todos estuvieran esperando que pase algo para contarlo. Como mi vecina, la Aurora, que se pasa todo el día en la ventana mirando lo que...


Hombre famoso, pensé. ¿Qué sería lo que lo distinguía del resto de los ancianos que cubrían las colas de banco cada principio de mes? Cada número final de documento un día distinto, cada baldosa una silla y una charla indiscreta, pasando revista a un pasado gris, pleno de recuerdos y un blanco hoy, vacío de novedades.


-No. Él pasó hace un ratito. -Interrumpí- Como siempre. Usted sabe: "Seteinticinco, Pibe".


-Por eso. No le digo. Vaya a descansar. Don Atilio no pudo ser. Acá todo se sabe.


No me sorprendió la mirada de extrañeza que la mujer me dedicó. Me recliné una vez mas sobre la pared decorada por algún alumno olvidado. Tal vez la primera y última de sus obras plásticas, impulsada por los objetivos de alguna maestra ambientalista o el propio afán de conquista de aquellos pequeños pedazos urbanos sin nombres y repetí:


-Recién pasó. No lo vio?. Venia del lado de Córdoba.


-Don Atilio murió hace una semana. Me duele tener que contárselo yo. A mí estas cosas me ponen re-mal. Re - mal, desde lo de mi finadito. Hace una semana, le digo. Cuando estaba haciendo jogging. Justo frente al hospital. Lo puede creer ?. Calláte "Cervantes"!!! Que el señor no es un árbol. No pudieron hacer nada. Es que era muy viejito. Más de setenticinco...Dicen.

-Seteticinco...-Susurré-

Miré al perro de tres patas que parecía no tener descanso en su búsqueda de equilibrio. Los ojos de la mujer en azules ojotas y batón largo floreado, me escrutaban con preocupación, mientras perdida mi mirada en una calle vacía, no encontraba la figura de aquel hombre blanco con sus taitantos pirulos encima. No tenia dudas.

-No. Recién lo vi...


-Como quiera. No le voy a discutir... Pero fue el viernes pasado... Un infarto... La carroza fúnebre pasó por acá. Es que él vivía a dos cuadras. Estoy segura. Era jubilado de Luz y Fuerza. Le digo por que una de las coronas decía Luz y Fuerza. O SEGBA. No me acuerdo. Pero estoy segura. Era él. Lo leí en el letrero de la carroza. Atilio Rose - Q.E.P.D. Decía. Rose, como el vino. Me acuerdo por el color.

Miré calle arriba y sospeché lo que ocurría calle abajo. Las imágenes borroneadas en colores básicos, seguían moviéndose en un ejercicio cotidiano. Hombre, mujeres y autos, seguían siendo fantasmas teñidos de sensaciones surcando la calle Tal vez mañana encontraría la solución a mi persistente espera. Cuando recobrado el vigor de mis brazos, pudiera extender la palma de mi mano hacia aquel cielo, aguardando a un mensajero rosa, al que nunca vi entre tantos colores primarios.

Me fui caminando lentamente, deseando no padecer ningún tipo de daltonismo del alma, como si nada, mientras, no sé por que motivo, en mi mente retumbaba en forma constante un "setenticinco...pibe...se-ten-ti.-cin-co pirulitos...Ja!..Ja!!...Jaaa!!"

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Bs. As. 2000
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9

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