Composición I - obra de Roger Mantegani
Retiro la mano del pilar, manchada de cal antiguamente viva y que ahora solo sirve de decolorada cobertura a un sueño. Una reja de hierro abre sus fauces como otrora, cuando llegaban hordas de familiares lejanos a festejar cualquier evento conmemorativo en aquella vieja casona de Caballito.
Un descanso en la entrada y luego de los amplios portones de cedro un hall helado por el olvido de quienes lo transcurrían sin notarlo, aturdidos tal vez por el vitreux con monograma de la contrapuerta que da al recibidor, otra vez helado en su fría decoración de perchero y paragüero a los lados del metálico medallón, antiguo espejo, que sirve de pantalla a la única lámpara marchita del lugar, encendida día y noche en un olvido intencional.
Lo fuerte y rígido está en todas partes, habla de muerte, por que así la veo, ya que en medio de las tensiones y exigencias a las que me ato procuro seguir siendo frágil y flexible, pues lo rígido nunca ha perdurado mas allá de lo inmediato. Dureza estricta que vista en el tiempo me alejó de la casa en un acto de independencia crucial, cuando adolescente aún, corté los vínculos que hacia ella y su habitante tenía.
Lo fuerte y rígido está en todas partes, habla de muerte, por que así la veo, ya que en medio de las tensiones y exigencias a las que me ato procuro seguir siendo frágil y flexible, pues lo rígido nunca ha perdurado mas allá de lo inmediato. Dureza estricta que vista en el tiempo me alejó de la casa en un acto de independencia crucial, cuando adolescente aún, corté los vínculos que hacia ella y su habitante tenía.
Treinta años mas tarde me veo en la encrucijada de enfrentar los fantasmas de aquello de lo que una vez me alejé prometiendo no volver.
El albacea había dejado las cajas sin membrete sobre el viejo piso del estudio.
Como el mismo dueño, él no se hacía notar por su verborragia, diferenciado tal vez de su patrón, por que el mismo usaba palabras fuertes, ondas, se diría que hasta pesadas, si es posible adjudicarles estos atributos a lenguajes tan diferentes al oriental, plagado de dichos intencionados acentos.
En alguna época incluso había declinado del uso de los artículos y pronombres en su afán de marcar su lenguaje de tintes mas profundos. Ocultismo de la palabra que generaba un aura religiosa a cualquier sandez que se dijera.
Su albacea por el contrario había sido un ecónomo de las palabras y los gestos, fiel a su posición en la escala social de aquel pequeño feudo, impenetrable ante mis preguntas atrasadas en el espacio de mi ausencia.
Y es que poco se conoce a un hombre por lo que dice, si así lo quiere.
El señor de esta casona era capaz de hablar horas enteras sin dejar que se llegara a conocer un ápice de sus sentimientos más profundos, mientras la melodía de sus palabras llenaba el aire como volutas de humo.Etéreas, efímeras, mortales.
Ajeno en los sentimientos y estrechamente unido por la sangre, me veo ahora, una vez mas, en la disyuntiva de repetir preguntas al vacío o permanecer ignorante de la historia reciente.
El recuerdo del sonido de su voz retumbando las paredes parece llevarme hacia el estudio donde la gruesa capa de polvo cubre la veta del piso de pinotea marcado de pisadas en derredor de cajas que contienen un antiguo anhelo: la Enciclopedia Británica. Todas mis preguntas, sueños y dilemas clasificados. Sólo hace falta que con mis propias manos arme el laberinto de mi futuro conocimiento. No hay esfuerzo en ello, tal vez tarde toda una vida, como su anterior dueño, pero en los meandros de mis viejas repisas al fin se lucirán los vastos conocimientos que la humanidad supo coleccionar. Al fin, desde la “a” hasta la “zeta”, sin “eñes” ni acentos que me perturben los amorosos libros ocuparán un espacio constante, ni corto ni largo, de mi vida.
Así tal vez alguien me conozca por mis cosas, allí cuando la palabra falla y oculta, cuando somos más cobardes que despiertos, lo que nos rodea hablará por nosotros, nos explicará, dirá quienes somos y de donde venimos.
El viejo carillón suena las doce. Rassano me mira con respeto mientras elimino las capas de polvo acumuladas en la biblioteca.
Nadie dijo cuanto espacio o cuanto amor requieren el saber o el arte, no hay proporciones que respetar y así es como se corren escalonadamente los límites del estante hasta que caen quienes en un primer momento fueron bastiones aclamados de alguna moda, colocados allí, en primera fila, al rápido alcance de la mano. Del uso cotidiano. No hay piedad en la moda. Los discos de pasta en sus coberturas rígidas de desgastado cartón manchado, deberán retirarse, llevarse consigo sus cuarenticinco revoluciones, pasar a otro registro por el bien de la historia, del gusto familiar y ofrecerse en un resquebrajado zaguán de San Telmo a quien quiera escuchar las voces muertas, cubiertas por ruidos de púa, de grillos desentonados.
Al abrir las celosías que dan a Videla los hilos de la luz cenital perforan el aire opaco de la sala dejando entrever los recuerdos del patriarca asomando con cada batir de plumero, con cada abanico dejado por la franela y allí donde siempre reposó como muestra ostentosa del pasado de gloria, la vieja insignia del partido socialista se hizo presente.
La miro y veo al hombre ilustre enfundado en su traje oscuro con el ceño fruncido y una sonrisa escapando de sus labios. No hay brillo tan esmerado tal como el de esa insignia, para traerme el recuerdo de su cara otra vez. Y no lo extraño, no. Está aquí, es sus cosas, desde la más pequeña hasta la misma casona. Lo respiro en el polvo, lo siento como una caricia en el calor del sol que se escabulle hasta mí. Y lo veo alejarse definitivamente murmurando por lo bajo: “Toda una vida de esfuerzo para lograr sólo ser un buen recuerdo”.
Tal vez ni siquiera eso quedaría, consumido por la bruma de mi mente luego del tiempo requerido para que los recuerdos se vean diluidos en otras pérdidas.
Mi mirada recae en amarillentas fotos que recubren la pared de la entrada. Personas del pasado sonríen con timidez desde los marcos manchados de húmedos detritos hogareños. Me detengo en aquella donde toda una familia posa en derredor de un hombre sentado, con la mirada fría de quienes ya no necesitan de memoria. Algún ser querido que en los albores de la fotografía debió ser perpetuado para el recuerdo una vez fallecido y es la mano del hijo, del yerno, del hermano, quien sostiene su ingrávida cabeza erguida para la inmortalidad. Los ojos semiabiertos, la boca en un rictus mortal y ya nadie sabe de quien se trata. A muerto dos veces. Quizás más.
Sobre la pared norte empapelada en púrpura se destaca un astrolabio verde de oxido de cobre, reproducción que acompaña el mapa copia del tratado de Tordecillas, planisferio de Don Diego Rivera, que había traído de uno de sus viajes a la vieja madre patria Portugal.
Sus ansias de aventura trasplantadas de un confín al otro, expedicionario de clase turista, húmedo de tanto mar embravecido, bombín y paraguas al tono. Un reloj cilíndrico traído de Insbruck reflejaba su gnomon sobre la pared sur, decrépita de ampollas sobre el púrpura asomado entre la biblioteca y el viejo combinado de la RCA. Arriba, la Germania de 1555 dejaba constancia de una maternidad rígida de tanta labor reconstructiva, de esperanzas y deseos postergados por las guerras. De las privaciones que el hambre había enseñado a evitar.
Abro cada rincón posible, indago en las cosas y sus formas. Veo el valor intrínseco de las piezas e intento ubicarlas en mi vida urbana, pero no puedo, me son ajenas. Forman un todo que es imposible disgregar.
El amplio escritorio de roble oculta uno de sus secretos. La fila de pipas en largo descanso ya, escolta la tabaquera sobre él, cargada aún por el aromático sabor de la vainilla añejada de la vieja Europa. En el medio el reloj de Beringer con su cuadrante cúbico móvil y su brújula calibre al pie, me habla de la fijación en el tiempo y sus efectos, de cómo un abrupto impulso de comprador lo atrapó en Ausburgo, cuando aún reunía en sus arcas el suficiente dinero. De cómo para cada cosa existirá un lugar en la medida que sea querido, que forme parte de la propia historia.
Me niego a forzar el fino lustre del mueble con cualquier herramienta cortante, hasta encontrar sujeta a la tapa de “Kon Tiki” de Thor Heyendahl una brillante llave que indica su origen y abre el silencioso secreto de su interior.
Una lustrosa caja de ébano labrado contiene viejas cartas. Detenido en el tiempo las observo y no logro encontrar el derecho que autorice al fisgón indagar en los secretos de otro. ¿Podría un extraño comprender el significado oculto que esas cartas pudieran contener?. Adivino el membrete, fijo mi vista en las figuras de cada diferente estampilla y no noto nada particular salvo la caligrafía fina y cuidada de una mano femenina. Las guardo nuevamente víctima de mi propia empatía. Sin leer. Escondo el olvidado secreto en complicidad con la llave perdida una vez más y así la tarde me sorprende cansado de desvelar tantos muertos.
Y pensar que tan solo he comenzado, que me he dedicado al estudio obviando el resto de esta cáscara vacía pintada a la cal. Vacía como la vida misma de aquel hombre que en al anochecer de su vida no encontró afectos que lo retuvieran. De aquél que vio partir uno a uno a los personajes de su obra jugando el papel constante de deudo en cada entierro.
Ausente ya de reclamos, con resignación vacía en su alma, se percató sobreviviente de un mundo ido para no regresar nunca más. Allí donde estrecharse la mano significaba algo, allí donde el “usted” era para toda la vida y su mujer era un alma vestida para misa en cada encuentro de la carne.
Tomo el bastón de roble con empuñadura de plata que lo solía sostener en el debate como una muleta a su invisible enfermedad llamada decoro y me lo llevo conmigo, como una parte de él que vivirá permanentemente en mí, como una reliquia eclesiástica que en lugar de carne guardaba su sudor.
Cierro los postigos y acomodo levemente sobre el tintero a aquella que me ha sumergido en este triste quehacer de ordenar las cosas de otro, las que ahora serán mías sin siquiera lograr vislumbrar la menor sombra del significado que tuvieron para otra vida. La dejo allí donde siempre reposó como muestra ostentosa de un pasado glorioso. De cuando Alicia Moreu ya sin Justo, se la regalara en su cuadragésimo cumpleaños. Aquella lapicera fuente labrada en plata querría seguir rubricando pergaminos olvidados en la tristeza simple del tiempo, pero la era terminó justo cuando él, el viejo señor de la casona de la calle Videla, allí en Caballito, decidió usarla por ultima vez sobre un delgado sobre que decía:
“A quien corresponda”
y ese soy yo...el hijo perdido que volvió.
O.Pin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
El albacea había dejado las cajas sin membrete sobre el viejo piso del estudio.
Como el mismo dueño, él no se hacía notar por su verborragia, diferenciado tal vez de su patrón, por que el mismo usaba palabras fuertes, ondas, se diría que hasta pesadas, si es posible adjudicarles estos atributos a lenguajes tan diferentes al oriental, plagado de dichos intencionados acentos.
En alguna época incluso había declinado del uso de los artículos y pronombres en su afán de marcar su lenguaje de tintes mas profundos. Ocultismo de la palabra que generaba un aura religiosa a cualquier sandez que se dijera.
Su albacea por el contrario había sido un ecónomo de las palabras y los gestos, fiel a su posición en la escala social de aquel pequeño feudo, impenetrable ante mis preguntas atrasadas en el espacio de mi ausencia.
Y es que poco se conoce a un hombre por lo que dice, si así lo quiere.
El señor de esta casona era capaz de hablar horas enteras sin dejar que se llegara a conocer un ápice de sus sentimientos más profundos, mientras la melodía de sus palabras llenaba el aire como volutas de humo.Etéreas, efímeras, mortales.
Ajeno en los sentimientos y estrechamente unido por la sangre, me veo ahora, una vez mas, en la disyuntiva de repetir preguntas al vacío o permanecer ignorante de la historia reciente.
El recuerdo del sonido de su voz retumbando las paredes parece llevarme hacia el estudio donde la gruesa capa de polvo cubre la veta del piso de pinotea marcado de pisadas en derredor de cajas que contienen un antiguo anhelo: la Enciclopedia Británica. Todas mis preguntas, sueños y dilemas clasificados. Sólo hace falta que con mis propias manos arme el laberinto de mi futuro conocimiento. No hay esfuerzo en ello, tal vez tarde toda una vida, como su anterior dueño, pero en los meandros de mis viejas repisas al fin se lucirán los vastos conocimientos que la humanidad supo coleccionar. Al fin, desde la “a” hasta la “zeta”, sin “eñes” ni acentos que me perturben los amorosos libros ocuparán un espacio constante, ni corto ni largo, de mi vida.
Así tal vez alguien me conozca por mis cosas, allí cuando la palabra falla y oculta, cuando somos más cobardes que despiertos, lo que nos rodea hablará por nosotros, nos explicará, dirá quienes somos y de donde venimos.
El viejo carillón suena las doce. Rassano me mira con respeto mientras elimino las capas de polvo acumuladas en la biblioteca.
Nadie dijo cuanto espacio o cuanto amor requieren el saber o el arte, no hay proporciones que respetar y así es como se corren escalonadamente los límites del estante hasta que caen quienes en un primer momento fueron bastiones aclamados de alguna moda, colocados allí, en primera fila, al rápido alcance de la mano. Del uso cotidiano. No hay piedad en la moda. Los discos de pasta en sus coberturas rígidas de desgastado cartón manchado, deberán retirarse, llevarse consigo sus cuarenticinco revoluciones, pasar a otro registro por el bien de la historia, del gusto familiar y ofrecerse en un resquebrajado zaguán de San Telmo a quien quiera escuchar las voces muertas, cubiertas por ruidos de púa, de grillos desentonados.
Al abrir las celosías que dan a Videla los hilos de la luz cenital perforan el aire opaco de la sala dejando entrever los recuerdos del patriarca asomando con cada batir de plumero, con cada abanico dejado por la franela y allí donde siempre reposó como muestra ostentosa del pasado de gloria, la vieja insignia del partido socialista se hizo presente.
La miro y veo al hombre ilustre enfundado en su traje oscuro con el ceño fruncido y una sonrisa escapando de sus labios. No hay brillo tan esmerado tal como el de esa insignia, para traerme el recuerdo de su cara otra vez. Y no lo extraño, no. Está aquí, es sus cosas, desde la más pequeña hasta la misma casona. Lo respiro en el polvo, lo siento como una caricia en el calor del sol que se escabulle hasta mí. Y lo veo alejarse definitivamente murmurando por lo bajo: “Toda una vida de esfuerzo para lograr sólo ser un buen recuerdo”.
Tal vez ni siquiera eso quedaría, consumido por la bruma de mi mente luego del tiempo requerido para que los recuerdos se vean diluidos en otras pérdidas.
Mi mirada recae en amarillentas fotos que recubren la pared de la entrada. Personas del pasado sonríen con timidez desde los marcos manchados de húmedos detritos hogareños. Me detengo en aquella donde toda una familia posa en derredor de un hombre sentado, con la mirada fría de quienes ya no necesitan de memoria. Algún ser querido que en los albores de la fotografía debió ser perpetuado para el recuerdo una vez fallecido y es la mano del hijo, del yerno, del hermano, quien sostiene su ingrávida cabeza erguida para la inmortalidad. Los ojos semiabiertos, la boca en un rictus mortal y ya nadie sabe de quien se trata. A muerto dos veces. Quizás más.
Sobre la pared norte empapelada en púrpura se destaca un astrolabio verde de oxido de cobre, reproducción que acompaña el mapa copia del tratado de Tordecillas, planisferio de Don Diego Rivera, que había traído de uno de sus viajes a la vieja madre patria Portugal.
Sus ansias de aventura trasplantadas de un confín al otro, expedicionario de clase turista, húmedo de tanto mar embravecido, bombín y paraguas al tono. Un reloj cilíndrico traído de Insbruck reflejaba su gnomon sobre la pared sur, decrépita de ampollas sobre el púrpura asomado entre la biblioteca y el viejo combinado de la RCA. Arriba, la Germania de 1555 dejaba constancia de una maternidad rígida de tanta labor reconstructiva, de esperanzas y deseos postergados por las guerras. De las privaciones que el hambre había enseñado a evitar.
Abro cada rincón posible, indago en las cosas y sus formas. Veo el valor intrínseco de las piezas e intento ubicarlas en mi vida urbana, pero no puedo, me son ajenas. Forman un todo que es imposible disgregar.
El amplio escritorio de roble oculta uno de sus secretos. La fila de pipas en largo descanso ya, escolta la tabaquera sobre él, cargada aún por el aromático sabor de la vainilla añejada de la vieja Europa. En el medio el reloj de Beringer con su cuadrante cúbico móvil y su brújula calibre al pie, me habla de la fijación en el tiempo y sus efectos, de cómo un abrupto impulso de comprador lo atrapó en Ausburgo, cuando aún reunía en sus arcas el suficiente dinero. De cómo para cada cosa existirá un lugar en la medida que sea querido, que forme parte de la propia historia.
Me niego a forzar el fino lustre del mueble con cualquier herramienta cortante, hasta encontrar sujeta a la tapa de “Kon Tiki” de Thor Heyendahl una brillante llave que indica su origen y abre el silencioso secreto de su interior.
Una lustrosa caja de ébano labrado contiene viejas cartas. Detenido en el tiempo las observo y no logro encontrar el derecho que autorice al fisgón indagar en los secretos de otro. ¿Podría un extraño comprender el significado oculto que esas cartas pudieran contener?. Adivino el membrete, fijo mi vista en las figuras de cada diferente estampilla y no noto nada particular salvo la caligrafía fina y cuidada de una mano femenina. Las guardo nuevamente víctima de mi propia empatía. Sin leer. Escondo el olvidado secreto en complicidad con la llave perdida una vez más y así la tarde me sorprende cansado de desvelar tantos muertos.
Y pensar que tan solo he comenzado, que me he dedicado al estudio obviando el resto de esta cáscara vacía pintada a la cal. Vacía como la vida misma de aquel hombre que en al anochecer de su vida no encontró afectos que lo retuvieran. De aquél que vio partir uno a uno a los personajes de su obra jugando el papel constante de deudo en cada entierro.
Ausente ya de reclamos, con resignación vacía en su alma, se percató sobreviviente de un mundo ido para no regresar nunca más. Allí donde estrecharse la mano significaba algo, allí donde el “usted” era para toda la vida y su mujer era un alma vestida para misa en cada encuentro de la carne.
Tomo el bastón de roble con empuñadura de plata que lo solía sostener en el debate como una muleta a su invisible enfermedad llamada decoro y me lo llevo conmigo, como una parte de él que vivirá permanentemente en mí, como una reliquia eclesiástica que en lugar de carne guardaba su sudor.
Cierro los postigos y acomodo levemente sobre el tintero a aquella que me ha sumergido en este triste quehacer de ordenar las cosas de otro, las que ahora serán mías sin siquiera lograr vislumbrar la menor sombra del significado que tuvieron para otra vida. La dejo allí donde siempre reposó como muestra ostentosa de un pasado glorioso. De cuando Alicia Moreu ya sin Justo, se la regalara en su cuadragésimo cumpleaños. Aquella lapicera fuente labrada en plata querría seguir rubricando pergaminos olvidados en la tristeza simple del tiempo, pero la era terminó justo cuando él, el viejo señor de la casona de la calle Videla, allí en Caballito, decidió usarla por ultima vez sobre un delgado sobre que decía:
“A quien corresponda”
y ese soy yo...el hijo perdido que volvió.
O.Pin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
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