Amazonia - Obra de Ramón Piaguaje
La lluvia de media tarde había finalizado puntual. Pequeñas gotas aún escurrían desde lo alto de los helechos gigantes desviando su ruta hacia aislados charcos escondidos en el espeso colchón de hojas a sus pies. Algunos ojos curiosos comenzaban a asomar de sus madrigueras como quien extiende su mano, palma arriba, para comprobar si tan espectacular acto de la naturaleza había realmente concluido.
Para entonces, los moscos excitados por la repentina calma, comenzaban a elaborar erráticas figuras en descontrolado torbellino con centro en la pequeña cabeza de Yaguatí. Él mismo no notaba su presencia, hacía mucho tiempo ya que tendía a ello. No por incruentos, sino por que eran parte de las incomodidades cotidianas de la vida en aquella madre selva que lo albergaba y lo ponía a prueba. Dentro de aquel juego interminable, se sentía un simple animal más dentro del mecanismo que la naturaleza tenía definido para el mundo. Nadie era dueño de nada. Solo disfrutaban un pequeño pedazo de territorio prestado y debían pagarle a la digna madre el correspondiente tributo por su considerada atención.
Un mosco aventurero se posó sobre las excrecencias que brotaban de sus ojos. Depositó sus huevas y pasó a buscar algún otro húmedo y proteico nido donde dejar el resto de sus pequeñas larvas a seguro resguardo. Algunas ya habían nacido en la pequeña herida de su oreja y asomaban sus cuerpos blandos y ondulantes comandados por diminutas quijadas que desgarraban la piel del muchacho. Una turba creciente de invasores de la selva, que pronto abandonarían el nido para volar y depositar sus propias huevas en algún otro huésped tan considerado y consciente de su posición como lo era Yaguatí. Sólo el fétido olor que despedía aquella herida, servía como recordatorio a quien quisiera sentirlo, de que él cumplía con su parte.
Yaguatí seguía sentado aún sobre el polvo ahora convertido en barro, su pie izquierdo presionando el cuello de una gallina contra el suelo, mientras hacía un nudo en torno a sus patas con el cáñamo recién trenzado por Ñambi. Es que luego de varias salidas de caza no había prendido ninguna presa y eso para un aprendiz de cazador, era una terrible marca que debía lavar realizando tareas de mujeres hasta que Murubixa, le diera una nueva oportunidad.
Yaguatí colgó la gallina en la rama de secado, dejando su cuerpo pendiendo en medio de una agitación de plumas alarmadas. Tal vez por la noche ya la sangre habría desbordado su cabeza dejando la carne tierna y suave para su cocción.
- Murubixa dice que hay que sacarlos.
Ñambi se había acercado con el sigilo con que todo cazador debería hacerlo. Era una pena que siendo mujer no pudiera acompañarlo a los viajes de cacería que hacía con los otros hombres del grupo. Ella era especial. Pero nadie podía decírselo.
- Murubixa dice que ...
-Que hay que sacarlos, ya escuché.
- Si no los sacamos vas a dejar de escuchar como Katu-Itaete. Si entran...
Yaguatí se tendió de golpe y de mala gana sobre la esterilla de paja frente a la choza dejando su oído mirando hacia el cielo. Sabía para que traía Ñambi sobras de un pollo. Las puso en derredor de su oreja y se sentó a esperar. El tiempo pasaba más lentamente que nunca. Yaguatí ya quería dejar esa pose tan vergonzosa para un futuro cazador de la tribu o “Abaete”.
- Murubixa dice que mañana llegan los blancos.
-Viene Itatay-York con ellos?
- La mujer del cabello rojo? Creo que sí. Murubixa dice que son tantos como nudos en la cuenta de mazorcas.
-Son muchos. Mejor...
Tres pequeñas larvas ya habían caído en la trampa y Ñambi se apresuró a sacar la carne de ese lugar y retirar aquellos blancos contorsionistas.
- Hoy junté muchas orugas verdes del palmar. Murubixa dice que le gustan a ellos. Hay que quemarlas en el fuego y ellos las comen como nosotros. Murubixa dice que les gusta tanto como el cerdo o la Mata-Mata cocida.
-Son gente rara.
Sus ojos se encontraron en una mirada cómplice. Ella notó algo en aquellos ojos que en algún momento habían dejado de ser los de un niño y bajo su vista de inmediato, perturbada por alguna sensación que no solía experimentar. Miró la herida y no habiendo nuevas quijadas a la vista Ñambi guardó las sobras y se dirigió hacia la choza cocina comunitaria. Solo se volteó una vez para decirle a Yaguatí en una sonrisa:
- Ponte barro en el cuerpo para que no te huelan y los moscos se alejen de ti. Barro rojo en el pelo. Murubixa dice que debemos estar preparados para mañana. Si hueles como ahora ninguna mujer te querrá cerca. Ni mujer ni cerda. Apestas a mono.
La tribu era un núcleo social muy simple ordenado en torno a la cocina comunitaria. Cada cabaña albergaba una familia, ya sea la del Murubixa o cualquier otro de los hombres, jóvenes o viejos. Las mujeres comandaban el hogar conformado generalmente por una pareja y cerca de cuatro hijos. Las tares se dividían según las costumbres. Los hombres cazaban y faenaban los animales, fabricaban sus propias armas y elaboraban las máscaras y ornamentos para los rituales. Las mujeres recolectaban todo tipo de pequeños animales, frutas y verduras que nivelaban la rica pero escasa dieta provista por la selva. O lo que de ella quedaba.
Cada joven varón debía pasar por los rituales de iniciación típicos de un cazador. Luego de haber demostrado sus cualidades de proveedor, podía solicitar como pareja a cualquiera de las mujeres disponibles. El padre debía negociar con el pretendiente, considerando sus cualidades y pertenencias, pues ellas y los hijos por nacer serían la riqueza familiar que los mantendrían con vida en el futuro.
En cuanto a los viejos, cada vez más escasos, cumplían las funciones que la sabiduría del tiempo confiere. Eran consultores y chamanes. Contadores de historias e historiadores. Nadie debía tomar una decisión que afectara a la tribu sin haber consultado con los ancianos lo practico o conveniente del camino a tomar.
Una estructura simple, funcional. Algo que sin ellos saberlo era una formula exitosa en miles de tribus diseminadas por el mundo.
La lluvia de la tarde sorprendió a Yaguatí junto al río, en la hondonada de ““La Niña””. Allí donde nadie de la tribu se atrevía a cazar. Se guarecía bajo un gran bananero intentando que el barro que tenía aplicado sobre el cuerpo no se escurriera tan rápido como el que se escapaba en forma constante entre sus pies.
Los moscos seguían allí imperturbables, como siempre, danzando su ritual de procreación sincopado.
Su cerbatana ya estaba lista desde el momento en que llegó al escondite, mientras que el dardo impregnado en curare esperaba una fuerte presión de su aliento para llegar hasta el blanco elegido y darle la satisfacción de ser un digno cazador a los ojos de su tribu.
Creía que las probabilidades estaban de su lado. Estaba casi seguro. Nadie cazaba ya en la hondonada.
Frente a él, del otro lado del río y a menos de medio día de camino se encontraban las máquinas y el hombre de la tribu de York, la mujer del pelo rojo, que se dedicaban a cortar la selva y dejar en su lugar una planicie yerma, quemada y falta de animales que atrapar. Esos monstruos amarillos empujaban la vida fuera de los límites en su codicia y vivían en franca lucha contra quienes como York trataban de proteger la exuberante vida natural.
Por otro lado, desde la llegada de los extraños “La Niña” se refugiaba en ese mismo paraje. Solía abandonarlo sólo para acercarse por la noche a las cabañas y tomar por sorpresa a alguna pequeña, alejada del cuidado de sus mayores.
Su velocidad dejaba indefensos a quienes intentaran perseguirla en medio del llanto y desesperación de las mujeres. Sus alas de Arpía le permitían sobrevolar las copas de los árboles, mientras que sus poderosos dientes y garras impedían que su presa pudiera escapar, no importando cuanto se esforzase. Era la pesadilla constante imposible de evitar.
A veces Yaguatí percibía el débil brillar de sus ojos en la espesura, acechando desde varios lugares a la vez. Había escuchado su grito desgarrador parecido al de una mujer aterrada. Entonces se hacía obvio el por qué de su nombre.
Tiempo atrás, había desaparecido en medio de la noche la bebe de Yeruti, hermana de Yaguatí. Toda la tribu había salido en su búsqueda, mas todos evitaron acercarse a la hondonada. Sólo Yaguatí intentó la proeza. Buscó largo tiempo hasta que sus esfuerzos fueron recompensados al encontrar colgado en lo mas alto de la espesura el amuleto Aba que la pequeña portaba para espantar a los malos espíritus del bosque. Dicen que al morir se convirtió en un diminuto y colorido pájaro que llaman Tan-Tan. Que por ello el amuleto estaba allí, en lo más alto. Yaguatí trepó hasta lograr tomarlo y entonces, cuando más vulnerable se encontraba, afirmado con la debilidad de un caracol en una rama tan débil como él mismo y mientras sus brazos sostenían todo su peso, la sangre se le heló en las venas al escuchar el grito de “La Niña” proviniendo de todos lados a la vez.
Simplemente se soltó. Tal era su desesperación que prefirió ir cayendo y rebotando de rama en rama hasta llegar al nivel de las plantas bajas. Allí, el espeso colchón de la selva y la humedad acumulada amortiguaron el golpe. Logró incorporarse y armarse del valor necesario para que un pie siguiera al otro en una carrera desenfrenada por la espesura, mientras escuchaba tras de sí el grito infernal persiguiéndolo.
Desde entonces, ésta era la primera vez en que regresaba a la hondonada. La espalda apoyada fuertemente contra el bananero, mientras sus ojos vigilaban el entorno de selva cerrada a la espera de una presa o de “La Niña”. Quién llegara primero. Extendió sus manos al frente y casi en un susurro invocó las palabras mágicas que tiempo atrás había memorizado.
- Yaguatí te implora Ñanderuvucú.
Que nunca nos falte el agua Ñandecy.
Que nunca nos falte el aire Ñanderú-Mbaecuad.
Que nunca nos falte el alimento Ñanderyquey.
Que nunca mueras en nosotros Ñanderuvucú.
Yaguatí implora.
Las sombras ya tomaban posesión del terreno y el sueño se estaba apoderando del joven cazador.
Nada que valiera el esfuerzo se había acercado a beber el agua del río. Yaguatí pensó que habiendo tantos charcos nuevos era improbable que hoy regresara a la aldea con la presa soñada. Pero no cejaría en su empeño. Esperaría cuanto fuera necesario. Y el tiempo pasó más lentamente.
De pronto el sonido de ramas quebradas había hecho callar a los animales que daban sonido a la selva. En un instante sólo eran audibles las pequeñas gotas que seguían cayendo desde los árboles en un repiqueteo constantemente pero arrítmico. El viento mismo se guardaba a silencio dejando a las hojas sin una razón para frotarse unas contra otras.
Yaguatí aguzó sus sentidos un poco más.
Silencio.
Cerró la boca en un intento de acallar su respiración mientras los latidos de su corazón comenzaban a batir sus oídos en forma acelerada.
El ruido se repitió.
No pudo definir de donde provenía y no estaba dispuesto a moverse de su escondite dejándose ver de una manera tan tonta.
Otra vez.
Era sobre su cabeza. En las ramas del bananero.
Luego del primer momento de temor, levantó lentamente su cerbatana siguiendo con la mirada el extremo de la misma. Algo pendía sobre su cabeza a varios metros de altura. Tenía la pelambre blanca, pero no era nada de lo que conocía o hubiera cazado alguna vez. Apuntó con cuidado y sopló con todas sus fuerzas.
Un alarido de mujer batió las hojas una y otra vez en un eco interminable, cayendo finalmente sobre el río en una explosión de aguas verde esmeralda.
No muy lejos un par de ojos brillantes se clavaron en él como la muerte. Traspasándolo. Yaguatí reaccionó con rapidez tomando otro dardo mientras ese ser furtivo extendía sus alas tan amplias como el río y se lanzaba hacia él en vuelo rasante, las garras extendidas hacia el frente en franco ataque.
El corazón se detuvo. El aire dejó de existir.
En el mismo momento en que las garras comenzarían a desgarrar su carne, un espasmo defensivo incontrolable lo despertó, mientras la lluvia de la mañana lo mojaba suavemente y las sensitivas a su alrededor comenzaban a cerrar sus hojas en respuesta al impacto de cada gota. El corazón se fue amansando lentamente hasta alcanzar su ritmo habitual y solo entonces pudo aflojar la crispada mano que sostenía el cuchillo. Yaguatí escuchó a la distancia el ruido de un trueno constante que anunciaba la llegada de los extraños en sus botes a motor. Debía despertar rápidamente y correr a las chozas para recibirlos. Esperaba que nadie hubiera notado su ausencia pues regresaría una vez más con las manos vacías y con la única excusa de haber sido ganado por el sueño y las pesadillas.
Al llegar vio que la tribu ya estaba preparada para recibir a sus visitas. Todos lucían sus mejores colores y plumajes excepto él que bañado por la lluvia había perdido todo su decorativo recubrimiento de barro. Tocó su pelo para ver si quedaba algo de arcilla roja en él, pero la palma de su mano apareció tan blanca como siempre.
Murubixa se encontraba dando las últimas indicaciones a la tribu mientras avanzaban en fila hacia la orilla del río. Yaguatí se colocó al final de la misma tratando de ver la llegada de los botes y si York venía en ellos.
La mujer del pelo rojo era la única de aquellos de piel blanca que los visitaba y hablaba un mínimo de su idioma. Solía arrancar risas entre los suyos cuando se equivocaba de palabra o su lengua se trababa en el intento. Pero ella era así de sencilla, lo tomaba con alegría como todos. Es que ellos no eran perfectos. Poseían muchas cosas extrañas pero eran incapaces de reconocer las plantas buenas de las malas, identificar un animal comestible del que no lo era, vivir sin la ayuda de sus cosas raras. Es cierto que algunas de ellas, como en el caso de las cacerolas y las jarras, habían sido útiles para la tribu, pero sin ellas la vida seguiría siendo tan fácil como siempre. York, les dejaba en cada viaje muchas de estas cosas, incluyendo jabones y medicamentos para las heridas, pero Murubixa respetaba la ley de la tribu y solo permitía aquello que la misma ley autorizaba. Estas cosas eran mayormente un cargamento de arroz, otro de harina y cacerolas o cuencos brillantes que podían usarse al fuego.
Los botes llegaron a la orilla. Todos vestidos completamente en ropa del color de la ceniza, salvo la mujer del pelo rojo que traía un pañuelo atado a la cabeza con franjas y estrellas, azules, rojas y blancas. Murubixa se adelantó a darles la bienvenida y entregarles el amuleto Aba como símbolo de amistad. Como siempre, un hombre con una cámara de vídeo bajó primero y comenzó a grabar los movimientos de todos. York cumplió las formalidades mientras el resto armaba el campamento a unos cientos de metros de donde se erigían las chozas. Siempre había sido así. Parecían sentirse más a salvo. Sin interferir en la vida de los demás.
Al rato una pequeña delegación se acercó a la choza de Murubixa para iniciar como siempre las actividades de la corta visita. Charla con las autoridades tribales, entrega de mercaderías y atención médica para quién lo necesitara.
Yaguatí no podía participar del encuentro con los jefes, pero como todo buen cazador se acercó con sigilo a la choza y trató de escuchar algo de lo que allí se hablaba.
Más tarde iría a que le curasen los ojos y el oído. Como siempre en cada visita.
En la choza de los jefes la voz de Murubixa se escuchaba diferente a la que usaba con la tribu. Había perdido su fuerza y parecía un penoso susurro mezclado con el cantar de las cigarras que marcaban el calor del día.
El ruido del tabaco al ser atado indicaba que Murubixa estaba por fumar.
-...Itatay-York, -los sonidos llegaban fuertes hasta el espía- sabes que eres bienvenida. Son muchas las veces que nos has visitados desde que las máquinas comenzaron a cortar. Ves que diferente es la aldea ahora? Que poco he podido hacer por los míos.
- Veo a un gran jefe que da bienestar a su gente y que con nuestra ayuda podrá hacerlo mejor. Dijo York
-Mal jefe he de ser- se escuchó la brasa incendiando en cada bocanada el puro recién armado- cuando falta la caza y los niños mueren por enfermedades que nunca conocimos en el pasado. Traes esperanzas para los Aba?
- No muchas jefe Murubixa. El gobierno nacional ha decretado la reserva Aba y ya nada podremos hacer para cambiar las cosas. Los límites seguirán siendo los mismos. La hondonada al río, la llanura lila y las sierras de la luna vieja. El resto del territorio ha sido cedido a la empresa.
Un pequeño silencio flotó entre el humo y el aroma a Chicha recién preparada.
-No hay límites para la tribu Itatay-York, tu lo sabes. La tierra es toda amplia. Es libre y mansa hasta que la desafían. ¿Es que tu gobierno no entiende que nos están matando? ¿No decías que la gente hacía lo posible para defender con nosotros la tierra?.
- Es así, mucha gente quiere a los Aba y pide por que los dejen vivir en paz, pero hay fuerzas muy poderosas Murubixa. Fuerzas que se manejan por la necesidad de los otros. La empresa ha ayudado mucho a la gente del otro lado y no importan cuantas más lluvias tenga la selva, cuanto se caliente el aire o cuantos animales se queden sin lugar donde vivir. La necesidad debe satisfacerse ahora.
-Y mientras tanto los Aba deben morir?
York dejó escapar un pequeño suspiro .
- ¿No los hemos cuidado Murubixa? ¿No he venido con cargas de alimento y ayuda que la Asociación Americana te ha enviado?. Mi país ha sido atacado por gentes de lugares lejanos. Han muerto tantos como hojas tiene aquél laurel en flor. Nos encontramos en una guerra contra el mal y sin embargo no nos olvidamos de los Aba
-Creo que tal vez la Asociación Americana tiene las mismas necesidades que la empresa y no la que tienen los Aba.
- Es un comentario injusto Murubixa. Tu sabes que los límites ya estaban creados. Que “La Niña” se encuentra en los bordes del área de trabajo de la empresa. ¿Cuál es la diferencia entonces si el territorio es vedado por el gobierno o por “La Niña”?
Murubixa hizo una pausa, como tratando de encontrar las palabras justas, las más amables, las que la Ley indicaba que debían ser usadas.
-¿Sabes qué Itatay-York? Creo que ustedes la trajeron. Estaba escondida entre sus cosas útiles. En medio de las ropas. Escondido bajo sus lenguas.
En los tiempos en que los Aba fueron creados por Ñanderuvucú no había buenos ni malos. Cuando las cinco primeras mujeres se unieron al mal los hombres de la tribu las flecharon a todas menos una. A ella la colgaron sobre el fuego para matarla, pero era tan fuerte que parecía que el cielo caía sobre los Aba. Entonces la soltaron y se convirtió en la luna. La puedes reconocer por las quemaduras que tiene en la cara.
Desde entonces no había aparecido el Mal entre nosotros. No existía “La Niña”. Ustedes la trajeron.
York sintió por primera vez la duda. Tal vez no había comprendido plenamente a esa gente simple. Tal vez los había tratado como niños indefensos. Es que en realidad ella pensaba que había un mundo mejor, casi perfecto, allí donde tenía todas sus necesidades cubiertas. Creía que luchaba contra la pobreza de esas gentes sumergidas en la ignorancia, irrecuperables en el mundo global que rugía frente a sus puertas. ¿Cómo salvarlos si ni siquiera querían ser salvados? ¿Cómo proteger a alguien que se aferra a códigos arcaicos que ya no pueden tener cabida en la nueva realidad? Se sentía emisaria de la muerte de toda una raza.
- Acaso Murubixa cree que Itatay-York se ha unido al Mal?
Un respiro. Un trago de Chicha.
-Murubixa cree que antes de conocer a Itatay-York no había hambre ni muerte entre los Aba. No había promesas ni cacerolas. Los animales llegaban solos a nuestra aldea para ser comidos. Y las lluvias, las lluvias no nos ahogaban las esperanzas. Mira nuestras pieles Itatay-York. ¿A quién te pareces más, a los Aba o a los de la empresa?
Murubixa sujetó sus manos en un intento de frenar su ofuscación
-¿Por qué sigues viniendo Itatay-York?
- Por que la Asociación Americana ha creado un plan de ayuda para tu gente. ¿No crees que es algo bueno para los Aba?.
Un breve y fugaz brillo de rabia se escapó de los ojos de Murubixa, pero habló quedamente.
-¿Estarás aquí cuando Murubixa haya muerto? ¿Cuando los hijos y los hijos de los hijos de Murubixa hayan muerto? No creo. Antes no debíamos esperar la ayuda de la Asociación Americana. Ñanderuvucú estaba en todos lados y para siempre. No debíamos esperarla. No necesitábamos alimentos ni que nos curen. Nadie se enfermaba ni tenía hambre. ¿Crees que puedes convertirte en Ñanderuvucú para nosotros? ¿Que debemos dejar nuestras vidas en manos de la Asociación Americana? Los Aba están tristes Itatay-York. Los tiempos terminan para nosotros y estamos encerrados en los límites que ustedes han traído. ¿No saben que no hay fronteras para Ñanderuvucú? ¿Que los Aba deben ser libres?
York se apresuró a responder.
- Serán libres en la reserva, Murubixa. Serán libres. Les doy mi palabra...
Ñambi sopló en el oído de Yaguatí. Se había acercado sin ser oída y en su cara se reflejaba el desencanto de haber oído la conversación. Nadie en la aldea debía haberla escuchado. Nadie habría entendido cuán grave era el problema.
La tristeza pareció tocarlos y se quedaron en silencio, mirándose perplejos. No querían escuchar más.
La lluvia del mediodía perforó los corazones.
Itaete el brujo se acercaba a la choza donde se encontraban escondidos. Ñambi tomó del brazo a Yaguatí y lo arrastró con fuerza hacia la espesura. Caminaron poco, hasta el tronco que yacía tumbado desde aquella tormenta en la que el gigante Tyuyry había perseguido a “La Niña” mientras esta llevaba en sus garras a la menor de sus hijas. Dicen que vencido ya, exhaló un suspiro tan hondo, tan profundo, que los árboles se encorvaron y crujieron, lloraron y gimieron hasta que el mas anciano de ellos no soportó la opresión y cayó al suelo en un estrépito de hojas, llanto y ramas rotas.
Sentados sobre él recuperaron el aire y se sumergieron en un silencio que duró tanto como les fue necesario a varias sanguijuelas adheridas a la pierna de Yaguatí saciar su hambre de fluidos, desprenderse y caer.
- Nunca los quise aquí, ellos no son como nosotros. Dijo Ñambi.
-No, no lo son.
- Recuerdas lo que nos ha contado Itatay-York?
Yaguatí entendió a qué se refería con solo mirarla.
-Ellos toman la riqueza de Ñanderuvucú derramando sangre si es necesario. Son animales fuertes, el mundo está lleno de animales que odian y temen.
Yaguatí aplastó entres sus dedos el cuerpo hinchado de la mayor de las sanguijuelas y trazó con su sangre tres líneas en su frente.
- Eso. Recuerdas? No son como nosotros. No, no lo son. Dijo Ñambi en un gemido
-Sí y sé que cuando la Chicha les quema en la garganta sus lenguas sueltan todo lo que pretenden esconder. Como aquella vez en que nos dijo que si los suyos no encuentran al culpable de ofenderlos eligen al más débil e indefenso para ser castigado y así la tribu cree que se ha cumplido con la Ley...
- Entiendes?, usan la mentira como una cerbatana
-Solo Murubixa ha escuchado la verdad. No toda, pues sé que en el fondo sólo se sienten bien siempre que otros sufran por ellos. En lugar de ellos.
- Quieres decir: Nosotros? Es por eso que están aquí?
-No lo sé Ñambi . Es tan difícil de creer ...tan difícil
Yaguatí aplastó otras dos pequeñas bolsas de sangre vivas y dibujó el símbolo Aba sobre su pecho.
- Algún día no volverán...
La lluvia comenzó a caer por primera vez desde los ojos de Ñambi, mientras en la lejanía, el aullido de una sirena con la voz de “La Niña” marcaba que otro día de trabajo forestal había llegado a su fin.
Yaguatí sabía que en poco tiempo más estarían nuevamente solos, a la espera que York regresara con alimentos para sobrevivir. Sin embargo esta vez parecía diferente, la selva hablaba de tristezas, de tiempos que se acortaban irremediablemente. Los pájaros seguían sin aturdir con sus llamados, los jabalíes habían dejado de crear caminos en la espesura, los monos aullaban tal vez en otros lugares alejados de la tribu. Solo quedaba esperar, administrar el arroz y la harina, alimentar gallinas con parte del maíz cosechado, esperar un diluvio que borrara de la tierra todo rastro de su raza.
Yaguatí cargó en la espalda su arco y flechas, algunos víveres secos y la amada cerbatana que su padre había elaborado. Tomó el camino de la hondonada, dispuesto a avanzar cuanto fuera necesario por la espesura hasta encontrar a “La Niña” y así una vez enfrentada, sería él o ella los que marcaran el futuro. Debía seguir la ruta del héroe, aunque no lo fuera, pues no quería ver más lágrimas en los ojos de Ñambi, no quería ver más la muerte en cámara lenta que se les había encargado.
Volvería, si, volvería como todo un cazador, habiendo protegido la seguridad de la aldea. Volvería con la cabeza de ese monstruo despiadado que los cercaba. Y cuando esto se cumpliera, seguramente, los pájaros volverían a cantar sus cantos de apareo, los jabalíes desmontarían la selva en caminos interminables y los monos harían casa sobre cada choza. Nunca más la espera interminable. Nunca más la necesidad del extraño.
Yaguatí había salido a cazar.
Para entonces, los moscos excitados por la repentina calma, comenzaban a elaborar erráticas figuras en descontrolado torbellino con centro en la pequeña cabeza de Yaguatí. Él mismo no notaba su presencia, hacía mucho tiempo ya que tendía a ello. No por incruentos, sino por que eran parte de las incomodidades cotidianas de la vida en aquella madre selva que lo albergaba y lo ponía a prueba. Dentro de aquel juego interminable, se sentía un simple animal más dentro del mecanismo que la naturaleza tenía definido para el mundo. Nadie era dueño de nada. Solo disfrutaban un pequeño pedazo de territorio prestado y debían pagarle a la digna madre el correspondiente tributo por su considerada atención.
Un mosco aventurero se posó sobre las excrecencias que brotaban de sus ojos. Depositó sus huevas y pasó a buscar algún otro húmedo y proteico nido donde dejar el resto de sus pequeñas larvas a seguro resguardo. Algunas ya habían nacido en la pequeña herida de su oreja y asomaban sus cuerpos blandos y ondulantes comandados por diminutas quijadas que desgarraban la piel del muchacho. Una turba creciente de invasores de la selva, que pronto abandonarían el nido para volar y depositar sus propias huevas en algún otro huésped tan considerado y consciente de su posición como lo era Yaguatí. Sólo el fétido olor que despedía aquella herida, servía como recordatorio a quien quisiera sentirlo, de que él cumplía con su parte.
Yaguatí seguía sentado aún sobre el polvo ahora convertido en barro, su pie izquierdo presionando el cuello de una gallina contra el suelo, mientras hacía un nudo en torno a sus patas con el cáñamo recién trenzado por Ñambi. Es que luego de varias salidas de caza no había prendido ninguna presa y eso para un aprendiz de cazador, era una terrible marca que debía lavar realizando tareas de mujeres hasta que Murubixa, le diera una nueva oportunidad.
Yaguatí colgó la gallina en la rama de secado, dejando su cuerpo pendiendo en medio de una agitación de plumas alarmadas. Tal vez por la noche ya la sangre habría desbordado su cabeza dejando la carne tierna y suave para su cocción.
- Murubixa dice que hay que sacarlos.
Ñambi se había acercado con el sigilo con que todo cazador debería hacerlo. Era una pena que siendo mujer no pudiera acompañarlo a los viajes de cacería que hacía con los otros hombres del grupo. Ella era especial. Pero nadie podía decírselo.
- Murubixa dice que ...
-Que hay que sacarlos, ya escuché.
- Si no los sacamos vas a dejar de escuchar como Katu-Itaete. Si entran...
Yaguatí se tendió de golpe y de mala gana sobre la esterilla de paja frente a la choza dejando su oído mirando hacia el cielo. Sabía para que traía Ñambi sobras de un pollo. Las puso en derredor de su oreja y se sentó a esperar. El tiempo pasaba más lentamente que nunca. Yaguatí ya quería dejar esa pose tan vergonzosa para un futuro cazador de la tribu o “Abaete”.
- Murubixa dice que mañana llegan los blancos.
-Viene Itatay-York con ellos?
- La mujer del cabello rojo? Creo que sí. Murubixa dice que son tantos como nudos en la cuenta de mazorcas.
-Son muchos. Mejor...
Tres pequeñas larvas ya habían caído en la trampa y Ñambi se apresuró a sacar la carne de ese lugar y retirar aquellos blancos contorsionistas.
- Hoy junté muchas orugas verdes del palmar. Murubixa dice que le gustan a ellos. Hay que quemarlas en el fuego y ellos las comen como nosotros. Murubixa dice que les gusta tanto como el cerdo o la Mata-Mata cocida.
-Son gente rara.
Sus ojos se encontraron en una mirada cómplice. Ella notó algo en aquellos ojos que en algún momento habían dejado de ser los de un niño y bajo su vista de inmediato, perturbada por alguna sensación que no solía experimentar. Miró la herida y no habiendo nuevas quijadas a la vista Ñambi guardó las sobras y se dirigió hacia la choza cocina comunitaria. Solo se volteó una vez para decirle a Yaguatí en una sonrisa:
- Ponte barro en el cuerpo para que no te huelan y los moscos se alejen de ti. Barro rojo en el pelo. Murubixa dice que debemos estar preparados para mañana. Si hueles como ahora ninguna mujer te querrá cerca. Ni mujer ni cerda. Apestas a mono.
La tribu era un núcleo social muy simple ordenado en torno a la cocina comunitaria. Cada cabaña albergaba una familia, ya sea la del Murubixa o cualquier otro de los hombres, jóvenes o viejos. Las mujeres comandaban el hogar conformado generalmente por una pareja y cerca de cuatro hijos. Las tares se dividían según las costumbres. Los hombres cazaban y faenaban los animales, fabricaban sus propias armas y elaboraban las máscaras y ornamentos para los rituales. Las mujeres recolectaban todo tipo de pequeños animales, frutas y verduras que nivelaban la rica pero escasa dieta provista por la selva. O lo que de ella quedaba.
Cada joven varón debía pasar por los rituales de iniciación típicos de un cazador. Luego de haber demostrado sus cualidades de proveedor, podía solicitar como pareja a cualquiera de las mujeres disponibles. El padre debía negociar con el pretendiente, considerando sus cualidades y pertenencias, pues ellas y los hijos por nacer serían la riqueza familiar que los mantendrían con vida en el futuro.
En cuanto a los viejos, cada vez más escasos, cumplían las funciones que la sabiduría del tiempo confiere. Eran consultores y chamanes. Contadores de historias e historiadores. Nadie debía tomar una decisión que afectara a la tribu sin haber consultado con los ancianos lo practico o conveniente del camino a tomar.
Una estructura simple, funcional. Algo que sin ellos saberlo era una formula exitosa en miles de tribus diseminadas por el mundo.
La lluvia de la tarde sorprendió a Yaguatí junto al río, en la hondonada de ““La Niña””. Allí donde nadie de la tribu se atrevía a cazar. Se guarecía bajo un gran bananero intentando que el barro que tenía aplicado sobre el cuerpo no se escurriera tan rápido como el que se escapaba en forma constante entre sus pies.
Los moscos seguían allí imperturbables, como siempre, danzando su ritual de procreación sincopado.
Su cerbatana ya estaba lista desde el momento en que llegó al escondite, mientras que el dardo impregnado en curare esperaba una fuerte presión de su aliento para llegar hasta el blanco elegido y darle la satisfacción de ser un digno cazador a los ojos de su tribu.
Creía que las probabilidades estaban de su lado. Estaba casi seguro. Nadie cazaba ya en la hondonada.
Frente a él, del otro lado del río y a menos de medio día de camino se encontraban las máquinas y el hombre de la tribu de York, la mujer del pelo rojo, que se dedicaban a cortar la selva y dejar en su lugar una planicie yerma, quemada y falta de animales que atrapar. Esos monstruos amarillos empujaban la vida fuera de los límites en su codicia y vivían en franca lucha contra quienes como York trataban de proteger la exuberante vida natural.
Por otro lado, desde la llegada de los extraños “La Niña” se refugiaba en ese mismo paraje. Solía abandonarlo sólo para acercarse por la noche a las cabañas y tomar por sorpresa a alguna pequeña, alejada del cuidado de sus mayores.
Su velocidad dejaba indefensos a quienes intentaran perseguirla en medio del llanto y desesperación de las mujeres. Sus alas de Arpía le permitían sobrevolar las copas de los árboles, mientras que sus poderosos dientes y garras impedían que su presa pudiera escapar, no importando cuanto se esforzase. Era la pesadilla constante imposible de evitar.
A veces Yaguatí percibía el débil brillar de sus ojos en la espesura, acechando desde varios lugares a la vez. Había escuchado su grito desgarrador parecido al de una mujer aterrada. Entonces se hacía obvio el por qué de su nombre.
Tiempo atrás, había desaparecido en medio de la noche la bebe de Yeruti, hermana de Yaguatí. Toda la tribu había salido en su búsqueda, mas todos evitaron acercarse a la hondonada. Sólo Yaguatí intentó la proeza. Buscó largo tiempo hasta que sus esfuerzos fueron recompensados al encontrar colgado en lo mas alto de la espesura el amuleto Aba que la pequeña portaba para espantar a los malos espíritus del bosque. Dicen que al morir se convirtió en un diminuto y colorido pájaro que llaman Tan-Tan. Que por ello el amuleto estaba allí, en lo más alto. Yaguatí trepó hasta lograr tomarlo y entonces, cuando más vulnerable se encontraba, afirmado con la debilidad de un caracol en una rama tan débil como él mismo y mientras sus brazos sostenían todo su peso, la sangre se le heló en las venas al escuchar el grito de “La Niña” proviniendo de todos lados a la vez.
Simplemente se soltó. Tal era su desesperación que prefirió ir cayendo y rebotando de rama en rama hasta llegar al nivel de las plantas bajas. Allí, el espeso colchón de la selva y la humedad acumulada amortiguaron el golpe. Logró incorporarse y armarse del valor necesario para que un pie siguiera al otro en una carrera desenfrenada por la espesura, mientras escuchaba tras de sí el grito infernal persiguiéndolo.
Desde entonces, ésta era la primera vez en que regresaba a la hondonada. La espalda apoyada fuertemente contra el bananero, mientras sus ojos vigilaban el entorno de selva cerrada a la espera de una presa o de “La Niña”. Quién llegara primero. Extendió sus manos al frente y casi en un susurro invocó las palabras mágicas que tiempo atrás había memorizado.
- Yaguatí te implora Ñanderuvucú.
Que nunca nos falte el agua Ñandecy.
Que nunca nos falte el aire Ñanderú-Mbaecuad.
Que nunca nos falte el alimento Ñanderyquey.
Que nunca mueras en nosotros Ñanderuvucú.
Yaguatí implora.
Las sombras ya tomaban posesión del terreno y el sueño se estaba apoderando del joven cazador.
Nada que valiera el esfuerzo se había acercado a beber el agua del río. Yaguatí pensó que habiendo tantos charcos nuevos era improbable que hoy regresara a la aldea con la presa soñada. Pero no cejaría en su empeño. Esperaría cuanto fuera necesario. Y el tiempo pasó más lentamente.
De pronto el sonido de ramas quebradas había hecho callar a los animales que daban sonido a la selva. En un instante sólo eran audibles las pequeñas gotas que seguían cayendo desde los árboles en un repiqueteo constantemente pero arrítmico. El viento mismo se guardaba a silencio dejando a las hojas sin una razón para frotarse unas contra otras.
Yaguatí aguzó sus sentidos un poco más.
Silencio.
Cerró la boca en un intento de acallar su respiración mientras los latidos de su corazón comenzaban a batir sus oídos en forma acelerada.
El ruido se repitió.
No pudo definir de donde provenía y no estaba dispuesto a moverse de su escondite dejándose ver de una manera tan tonta.
Otra vez.
Era sobre su cabeza. En las ramas del bananero.
Luego del primer momento de temor, levantó lentamente su cerbatana siguiendo con la mirada el extremo de la misma. Algo pendía sobre su cabeza a varios metros de altura. Tenía la pelambre blanca, pero no era nada de lo que conocía o hubiera cazado alguna vez. Apuntó con cuidado y sopló con todas sus fuerzas.
Un alarido de mujer batió las hojas una y otra vez en un eco interminable, cayendo finalmente sobre el río en una explosión de aguas verde esmeralda.
No muy lejos un par de ojos brillantes se clavaron en él como la muerte. Traspasándolo. Yaguatí reaccionó con rapidez tomando otro dardo mientras ese ser furtivo extendía sus alas tan amplias como el río y se lanzaba hacia él en vuelo rasante, las garras extendidas hacia el frente en franco ataque.
El corazón se detuvo. El aire dejó de existir.
En el mismo momento en que las garras comenzarían a desgarrar su carne, un espasmo defensivo incontrolable lo despertó, mientras la lluvia de la mañana lo mojaba suavemente y las sensitivas a su alrededor comenzaban a cerrar sus hojas en respuesta al impacto de cada gota. El corazón se fue amansando lentamente hasta alcanzar su ritmo habitual y solo entonces pudo aflojar la crispada mano que sostenía el cuchillo. Yaguatí escuchó a la distancia el ruido de un trueno constante que anunciaba la llegada de los extraños en sus botes a motor. Debía despertar rápidamente y correr a las chozas para recibirlos. Esperaba que nadie hubiera notado su ausencia pues regresaría una vez más con las manos vacías y con la única excusa de haber sido ganado por el sueño y las pesadillas.
Al llegar vio que la tribu ya estaba preparada para recibir a sus visitas. Todos lucían sus mejores colores y plumajes excepto él que bañado por la lluvia había perdido todo su decorativo recubrimiento de barro. Tocó su pelo para ver si quedaba algo de arcilla roja en él, pero la palma de su mano apareció tan blanca como siempre.
Murubixa se encontraba dando las últimas indicaciones a la tribu mientras avanzaban en fila hacia la orilla del río. Yaguatí se colocó al final de la misma tratando de ver la llegada de los botes y si York venía en ellos.
La mujer del pelo rojo era la única de aquellos de piel blanca que los visitaba y hablaba un mínimo de su idioma. Solía arrancar risas entre los suyos cuando se equivocaba de palabra o su lengua se trababa en el intento. Pero ella era así de sencilla, lo tomaba con alegría como todos. Es que ellos no eran perfectos. Poseían muchas cosas extrañas pero eran incapaces de reconocer las plantas buenas de las malas, identificar un animal comestible del que no lo era, vivir sin la ayuda de sus cosas raras. Es cierto que algunas de ellas, como en el caso de las cacerolas y las jarras, habían sido útiles para la tribu, pero sin ellas la vida seguiría siendo tan fácil como siempre. York, les dejaba en cada viaje muchas de estas cosas, incluyendo jabones y medicamentos para las heridas, pero Murubixa respetaba la ley de la tribu y solo permitía aquello que la misma ley autorizaba. Estas cosas eran mayormente un cargamento de arroz, otro de harina y cacerolas o cuencos brillantes que podían usarse al fuego.
Los botes llegaron a la orilla. Todos vestidos completamente en ropa del color de la ceniza, salvo la mujer del pelo rojo que traía un pañuelo atado a la cabeza con franjas y estrellas, azules, rojas y blancas. Murubixa se adelantó a darles la bienvenida y entregarles el amuleto Aba como símbolo de amistad. Como siempre, un hombre con una cámara de vídeo bajó primero y comenzó a grabar los movimientos de todos. York cumplió las formalidades mientras el resto armaba el campamento a unos cientos de metros de donde se erigían las chozas. Siempre había sido así. Parecían sentirse más a salvo. Sin interferir en la vida de los demás.
Al rato una pequeña delegación se acercó a la choza de Murubixa para iniciar como siempre las actividades de la corta visita. Charla con las autoridades tribales, entrega de mercaderías y atención médica para quién lo necesitara.
Yaguatí no podía participar del encuentro con los jefes, pero como todo buen cazador se acercó con sigilo a la choza y trató de escuchar algo de lo que allí se hablaba.
Más tarde iría a que le curasen los ojos y el oído. Como siempre en cada visita.
En la choza de los jefes la voz de Murubixa se escuchaba diferente a la que usaba con la tribu. Había perdido su fuerza y parecía un penoso susurro mezclado con el cantar de las cigarras que marcaban el calor del día.
El ruido del tabaco al ser atado indicaba que Murubixa estaba por fumar.
-...Itatay-York, -los sonidos llegaban fuertes hasta el espía- sabes que eres bienvenida. Son muchas las veces que nos has visitados desde que las máquinas comenzaron a cortar. Ves que diferente es la aldea ahora? Que poco he podido hacer por los míos.
- Veo a un gran jefe que da bienestar a su gente y que con nuestra ayuda podrá hacerlo mejor. Dijo York
-Mal jefe he de ser- se escuchó la brasa incendiando en cada bocanada el puro recién armado- cuando falta la caza y los niños mueren por enfermedades que nunca conocimos en el pasado. Traes esperanzas para los Aba?
- No muchas jefe Murubixa. El gobierno nacional ha decretado la reserva Aba y ya nada podremos hacer para cambiar las cosas. Los límites seguirán siendo los mismos. La hondonada al río, la llanura lila y las sierras de la luna vieja. El resto del territorio ha sido cedido a la empresa.
Un pequeño silencio flotó entre el humo y el aroma a Chicha recién preparada.
-No hay límites para la tribu Itatay-York, tu lo sabes. La tierra es toda amplia. Es libre y mansa hasta que la desafían. ¿Es que tu gobierno no entiende que nos están matando? ¿No decías que la gente hacía lo posible para defender con nosotros la tierra?.
- Es así, mucha gente quiere a los Aba y pide por que los dejen vivir en paz, pero hay fuerzas muy poderosas Murubixa. Fuerzas que se manejan por la necesidad de los otros. La empresa ha ayudado mucho a la gente del otro lado y no importan cuantas más lluvias tenga la selva, cuanto se caliente el aire o cuantos animales se queden sin lugar donde vivir. La necesidad debe satisfacerse ahora.
-Y mientras tanto los Aba deben morir?
York dejó escapar un pequeño suspiro .
- ¿No los hemos cuidado Murubixa? ¿No he venido con cargas de alimento y ayuda que la Asociación Americana te ha enviado?. Mi país ha sido atacado por gentes de lugares lejanos. Han muerto tantos como hojas tiene aquél laurel en flor. Nos encontramos en una guerra contra el mal y sin embargo no nos olvidamos de los Aba
-Creo que tal vez la Asociación Americana tiene las mismas necesidades que la empresa y no la que tienen los Aba.
- Es un comentario injusto Murubixa. Tu sabes que los límites ya estaban creados. Que “La Niña” se encuentra en los bordes del área de trabajo de la empresa. ¿Cuál es la diferencia entonces si el territorio es vedado por el gobierno o por “La Niña”?
Murubixa hizo una pausa, como tratando de encontrar las palabras justas, las más amables, las que la Ley indicaba que debían ser usadas.
-¿Sabes qué Itatay-York? Creo que ustedes la trajeron. Estaba escondida entre sus cosas útiles. En medio de las ropas. Escondido bajo sus lenguas.
En los tiempos en que los Aba fueron creados por Ñanderuvucú no había buenos ni malos. Cuando las cinco primeras mujeres se unieron al mal los hombres de la tribu las flecharon a todas menos una. A ella la colgaron sobre el fuego para matarla, pero era tan fuerte que parecía que el cielo caía sobre los Aba. Entonces la soltaron y se convirtió en la luna. La puedes reconocer por las quemaduras que tiene en la cara.
Desde entonces no había aparecido el Mal entre nosotros. No existía “La Niña”. Ustedes la trajeron.
York sintió por primera vez la duda. Tal vez no había comprendido plenamente a esa gente simple. Tal vez los había tratado como niños indefensos. Es que en realidad ella pensaba que había un mundo mejor, casi perfecto, allí donde tenía todas sus necesidades cubiertas. Creía que luchaba contra la pobreza de esas gentes sumergidas en la ignorancia, irrecuperables en el mundo global que rugía frente a sus puertas. ¿Cómo salvarlos si ni siquiera querían ser salvados? ¿Cómo proteger a alguien que se aferra a códigos arcaicos que ya no pueden tener cabida en la nueva realidad? Se sentía emisaria de la muerte de toda una raza.
- Acaso Murubixa cree que Itatay-York se ha unido al Mal?
Un respiro. Un trago de Chicha.
-Murubixa cree que antes de conocer a Itatay-York no había hambre ni muerte entre los Aba. No había promesas ni cacerolas. Los animales llegaban solos a nuestra aldea para ser comidos. Y las lluvias, las lluvias no nos ahogaban las esperanzas. Mira nuestras pieles Itatay-York. ¿A quién te pareces más, a los Aba o a los de la empresa?
Murubixa sujetó sus manos en un intento de frenar su ofuscación
-¿Por qué sigues viniendo Itatay-York?
- Por que la Asociación Americana ha creado un plan de ayuda para tu gente. ¿No crees que es algo bueno para los Aba?.
Un breve y fugaz brillo de rabia se escapó de los ojos de Murubixa, pero habló quedamente.
-¿Estarás aquí cuando Murubixa haya muerto? ¿Cuando los hijos y los hijos de los hijos de Murubixa hayan muerto? No creo. Antes no debíamos esperar la ayuda de la Asociación Americana. Ñanderuvucú estaba en todos lados y para siempre. No debíamos esperarla. No necesitábamos alimentos ni que nos curen. Nadie se enfermaba ni tenía hambre. ¿Crees que puedes convertirte en Ñanderuvucú para nosotros? ¿Que debemos dejar nuestras vidas en manos de la Asociación Americana? Los Aba están tristes Itatay-York. Los tiempos terminan para nosotros y estamos encerrados en los límites que ustedes han traído. ¿No saben que no hay fronteras para Ñanderuvucú? ¿Que los Aba deben ser libres?
York se apresuró a responder.
- Serán libres en la reserva, Murubixa. Serán libres. Les doy mi palabra...
Ñambi sopló en el oído de Yaguatí. Se había acercado sin ser oída y en su cara se reflejaba el desencanto de haber oído la conversación. Nadie en la aldea debía haberla escuchado. Nadie habría entendido cuán grave era el problema.
La tristeza pareció tocarlos y se quedaron en silencio, mirándose perplejos. No querían escuchar más.
La lluvia del mediodía perforó los corazones.
Itaete el brujo se acercaba a la choza donde se encontraban escondidos. Ñambi tomó del brazo a Yaguatí y lo arrastró con fuerza hacia la espesura. Caminaron poco, hasta el tronco que yacía tumbado desde aquella tormenta en la que el gigante Tyuyry había perseguido a “La Niña” mientras esta llevaba en sus garras a la menor de sus hijas. Dicen que vencido ya, exhaló un suspiro tan hondo, tan profundo, que los árboles se encorvaron y crujieron, lloraron y gimieron hasta que el mas anciano de ellos no soportó la opresión y cayó al suelo en un estrépito de hojas, llanto y ramas rotas.
Sentados sobre él recuperaron el aire y se sumergieron en un silencio que duró tanto como les fue necesario a varias sanguijuelas adheridas a la pierna de Yaguatí saciar su hambre de fluidos, desprenderse y caer.
- Nunca los quise aquí, ellos no son como nosotros. Dijo Ñambi.
-No, no lo son.
- Recuerdas lo que nos ha contado Itatay-York?
Yaguatí entendió a qué se refería con solo mirarla.
-Ellos toman la riqueza de Ñanderuvucú derramando sangre si es necesario. Son animales fuertes, el mundo está lleno de animales que odian y temen.
Yaguatí aplastó entres sus dedos el cuerpo hinchado de la mayor de las sanguijuelas y trazó con su sangre tres líneas en su frente.
- Eso. Recuerdas? No son como nosotros. No, no lo son. Dijo Ñambi en un gemido
-Sí y sé que cuando la Chicha les quema en la garganta sus lenguas sueltan todo lo que pretenden esconder. Como aquella vez en que nos dijo que si los suyos no encuentran al culpable de ofenderlos eligen al más débil e indefenso para ser castigado y así la tribu cree que se ha cumplido con la Ley...
- Entiendes?, usan la mentira como una cerbatana
-Solo Murubixa ha escuchado la verdad. No toda, pues sé que en el fondo sólo se sienten bien siempre que otros sufran por ellos. En lugar de ellos.
- Quieres decir: Nosotros? Es por eso que están aquí?
-No lo sé Ñambi . Es tan difícil de creer ...tan difícil
Yaguatí aplastó otras dos pequeñas bolsas de sangre vivas y dibujó el símbolo Aba sobre su pecho.
- Algún día no volverán...
La lluvia comenzó a caer por primera vez desde los ojos de Ñambi, mientras en la lejanía, el aullido de una sirena con la voz de “La Niña” marcaba que otro día de trabajo forestal había llegado a su fin.
Yaguatí sabía que en poco tiempo más estarían nuevamente solos, a la espera que York regresara con alimentos para sobrevivir. Sin embargo esta vez parecía diferente, la selva hablaba de tristezas, de tiempos que se acortaban irremediablemente. Los pájaros seguían sin aturdir con sus llamados, los jabalíes habían dejado de crear caminos en la espesura, los monos aullaban tal vez en otros lugares alejados de la tribu. Solo quedaba esperar, administrar el arroz y la harina, alimentar gallinas con parte del maíz cosechado, esperar un diluvio que borrara de la tierra todo rastro de su raza.
Yaguatí cargó en la espalda su arco y flechas, algunos víveres secos y la amada cerbatana que su padre había elaborado. Tomó el camino de la hondonada, dispuesto a avanzar cuanto fuera necesario por la espesura hasta encontrar a “La Niña” y así una vez enfrentada, sería él o ella los que marcaran el futuro. Debía seguir la ruta del héroe, aunque no lo fuera, pues no quería ver más lágrimas en los ojos de Ñambi, no quería ver más la muerte en cámara lenta que se les había encargado.
Volvería, si, volvería como todo un cazador, habiendo protegido la seguridad de la aldea. Volvería con la cabeza de ese monstruo despiadado que los cercaba. Y cuando esto se cumpliera, seguramente, los pájaros volverían a cantar sus cantos de apareo, los jabalíes desmontarían la selva en caminos interminables y los monos harían casa sobre cada choza. Nunca más la espera interminable. Nunca más la necesidad del extraño.
Yaguatí había salido a cazar.
O.Pin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
Nombres y vocablos Guaraníes utilizados
Abaete : Hombre adulto
Ñambi : Hierba que cura / Nombre de mujer
Yaguatí: Leopardo / Nombre de varón
Murubixa: Jefe
Aba: Hombre - Nombre originario de la tribu Guarani
Ñanderubucú: Nuestro padre grande
Itaete: Acero / Nombre de varón
Chicha: Bebida alcoholica a base de maíz fermentado.
Ñandecy, Ñanderú-Mbaecuad, Ñanderyquey: Dioses Guaraníes.
Yeruti: Tórtola / Nombre de mujer
Katu-Itaete: Fuerte Acero / Nombre de varón
Tyuyry: Hermano de Ñanderubucú
Fuente: Diccionario Español-Guarani- La pediatría en las culturas aborigenes argentinas de Donato Palma.
Exacto, temiblemente crudo por lo real. Es lo que sucede con la civilización.
ResponderEliminarO con la barbarie.
Un abrazo
Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarCariños